miércoles, 6 de junio de 2012
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Ciro Bianchi Ross
2 de Junio del 2012 21:25:05 CDT
No consigna la crónica habanera cuándo se estableció aquí la primera
cárcel pública. Pero Emilio Roig de Leuchsenring, en el tomo tres de
su obra La Habana: Apuntes históricos, afirma que ese establecimiento
penal fue destruido por un incendio en 1622. Precisa el historiador
que se hallaba situado en la Plaza de Armas, con frente a la calle de
Obispo. No debe haber sido un edificio construido especialmente para
dedicarlo a penitenciaría, sino una casa adaptada para ese fin.
Sería también un local adaptado, aunque más amplio, la nueva
instalación disciplinaria; en la calle de Mercaderes cerca de
Lamparilla. Pronto se hizo insuficiente para tantos reclusos y se
habilitó como cárcel la vivienda contigua.
Fue costumbre durante la Colonia que la máxima autoridad de la Isla,
el alcalde y los miembros del cabildo, como autoridades locales, y los
presos, ocupasen un mismo edificio o bien construcciones contiguas.
Así se hizo cuando, en 1792, quedó habilitado el Palacio de Gobierno o
de los Capitanes Generales, actual Museo de la Ciudad. Allí residía y
tenía su despacho el Capitán General, y allí radicada asimismo el
Ayuntamiento. Una parte del edificio, exactamente la parte trasera, la
que da sobre la calle de Mercaderes, se destinaba a cárcel.
Dicen que, en un comienzo, se preparó para 400 reclusos. Pero crecía
la ciudad y, con esta, la delincuencia, y a partir de 1824 nunca hubo
allí menos de 600 internos. La cosa se puso fea a partir de 1834,
cuando se hizo cargo del Gobierno de la Colonia el capitán general
Miguel Tacón. El hombre que quiso gobernar a taconazos, aunque no todo
fue negativo durante su mandato, emprendió una persecución implacable
contra los desafectos a la Corona y también contra los delincuentes
comunes, lo que elevó muy pronto a 700 el número de reclusos.
Otra epidemia de cólera —hubo ya una en 1833— se hizo sentir en La
Habana. Se cebó la enfermedad en los presos y Tacón temió quizá que el
mal ascendiese hasta la segunda planta del edificio.
Cortó por lo sano. Sacó de la Capitanía General a los cautivos y los
envió a la Cabaña hasta que estuviera listo el establecimiento penal
que mandó construir. La Cárcel Nueva. Pero aquel hombre dio su
apellido a todo lo que se hizo bajo su mando. Así, como hoy hablamos
de un teatro, un mercado y un paseo de Tacón, hablamos además de una
cárcel de Tacón.
Arquitecta
Concepción Bancells Quesada fue la primera cubana que se graduó como
arquitecta en la Universidad de La Habana. El examen de la carrera
correspondiente a la asignatura de Proyectos Arquitectónicos duró seis
horas y tuvo ella que hacerlo sin poder realizar las funciones
fisiológicas normales, ya que la Escuela de Arquitectura recién
inaugurada por entonces en la colina universitaria solo contaba con
servicios sanitarios para hombres. Concepción Bancells se graduó en
1934 y pasó varios años sin que pudiera ejecutar obra alguna, pues
nadie confiaba en una mujer arquitecta.
En 1945 había en todo el país 487 arquitectos colegiados y solo 11
eran mujeres, y en 1954 la Sociedad Cubana de Ingenieros contaba con
522 miembros y, de ellos, solo uno era mujer, la ingeniera eléctrica
Estela Carreño Casteló.
En octubre de 1958, el Colegio Nacional de Arquitectos declaraba
contar con 777 afiliados. De ellos, 84 eran mujeres, que se
concentraban, 78 de ellas, en la capital del país, mientras que de las
seis arquitectas restantes, dos radicaban en Santiago de Cuba y una en
cada una de las ciudades de Matanzas, Santa Clara, Sancti Spíritus y
Camagüey. (Fuente: Juan de las Cuevas).
Mujeres diplomáticas
Flora Díaz Parrado fue la primera mujer que ocupó una plaza en el
servicio exterior de la República. En efecto, el 16 de octubre de 1933
el presidente Ramón Grau San Martín designaba cónsul general en París
a esta abogada y periodista camagüeyana, que daría a conocer con el
tiempo obras teatrales como El velorio de Pura y Juana Revolico, que
empiezan ahora a revalorizarse luego de haber caído en el olvido.
No fue un nombramiento aislado. Por esa misma fecha —era el Gobierno
de los Cien Días— Grau colocaba en el cuerpo diplomático cubano, entre
otras mujeres, a la también abogada camagüeyana Oliva Zaldívar Freire,
viuda de Julio Antonio Mella; la nombró secretaria de primera en la
legación cubana en Oslo, en diciembre de 1933.
Feminista convencida, Flora Díaz Parrado trabajó mucho en favor del
voto para la mujer. Prestó servicios como diplomática en Madrid y
Santiago de Chile y en 1937 volvió a París donde, finalizada la guerra
civil, acometió una labor encomiable en auxilio de los refugiados
españoles; labor esta consignada en sus memorias por el escritor
Francisco Ayala —premio Cervantes— y reconocida entonces por el
Círculo Republicano español de La Habana.
Digamos, por otra parte, que no fue hasta septiembre de 1933 cuando la
mujer cubana encabezó, como alcaldesa, gobiernos municipales en la
Isla. Fueron Elena Azcuy, en Güines, y Caridad Delgadillo, en Jaruco.
Las nombró Antonio Guiteras, entonces ministro del Gobernación en el
Gobierno de los Cien Días. En esa fecha se disolvieron los partidos
políticos que apoyaron a la dictadura machadista y Guiteras designó
gobernadores y alcaldes de facto en todo el país, entre estos a Elena
y a Caridad. (Fuente: Jorge Domingo).
Un cura negro
El padre Armando Miguel Arencibia fue el primer sacerdote negro con
que contó la Iglesia Católica cubana. Nació en 1899 en la barriada
habanera de Párraga, actual municipio de Arroyo Naranjo, la misma
localidad de donde terminaría siendo vicario parroquial. Fue gracias a
su esfuerzo y constancia que se pudo construir allí la iglesia de
Santa Bárbara.
Los padres de Arencibia, oriundos de Güira de Melena, querían que el
hijo siguiese el oficio paterno de tabaquero en el chinchalito
familiar. Carecían de dinero para costearle los largos estudios para
sacerdote y pensaban que no se vería bien un negro «metido» a cura.
Pero monseñor Estrada, arzobispo de La Habana, era de otra opinión y
abrió brecha a la vocación del muchacho. En 1920 Arencibia comenzaba a
prepararse como sacerdote en el seminario de la isla canaria de La
Palma.
No las tendría todas consigo, sin embargo. De allí quisieron enviarlo
a Fernando Poo con vistas a hacerlo misionero en África. Se negó el
seminarista y tras dos años en La Palma lo trasladaron a Burgos, una
de las zonas más frías de España, quizá con la intención de hacerlo
desistir de su propósito. No resistió Arencibia el cambio y consiguió
que lo enviaran a Roma; estudiaría Filosofía en París y Teología en
Italia, y tras diez años concluyó sus estudios.
De nuevo en su tierra, monseñor Ruiz, entonces Arzobispo de La Habana,
le dio aspirina y mucho líquido: no quería a un negro en su Iglesia y
durante 11 años Arencibia sufrió en silencio las negativas más o menos
disimuladas para su ordenación. Todo cambió cuando a la muerte de
Ruiz, la mitra arzobispal pasó a monseñor Manuel Arteaga Betancourt.
El 25 de octubre de 1942 Arencibia recibía el sacramento de la Orden
Sacerdotal, el primero que impartía el nuevo Arzobispo y días después,
el 1ro. de noviembre, decía su primera misa en la Catedral de La
Habana.
A partir de ahí construiría una capilla en Párraga, que pondría bajo
la advocación de Santa Bárbara, y, ya en los años 50 estaría lista la
iglesia, que se inauguraría con la presencia del dictador Fulgencio
Batista.
Primer acueducto
Cuando La Habana halló su asiento definitivo a la orilla del puerto de
Carenas, los habaneros se abastecían del agua de una cisterna que los
historiadores ubican en la desembocadura del río Luyanó. Otra fuente
de abastecimiento parece haber sido un pozo cuya localización
corresponde a la actual Plaza de la Fraternidad.
Traer el agua a La Habana desde el río Almendares fue un sueño
acariciado por los primitivos habaneros. Para hacerlo se valieron de
la llamada Zanja Real. El agua represada en El Husillo corría por un
cauce que seguía por las cercanías de San Antonio Chiquito, pasaba al
pie de la loma de Aróstegui, donde se construyó después el castillo
del Príncipe, y terminaba en el Callejón del Chorro, donde derramaba
por un boquerón en la actual Plaza de la Catedral.
Ese fue, grosso modo, el recorrido de la Zanja. Sería muy largo
enumerar los ramales y subramales de su intrincada red de distribución
que servía a hospitales, fortalezas, conventos, molinos de tabaco y
granos, trapiches azucareros y edificios importantes, así como a los
vecinos en general por medio de fuentes públicas, ya que la mayor
parte de ellos no podía pagar las tomas o pajas de agua que exigía el
Ayuntamiento y mucho menos construir aljibes, que eran patrimonio
exclusivo de los ricos.
Las fuentes estaban diseminadas por toda la ciudad. Para beneficio del
común se construyeron asimismo algunos lavaderos públicos y
abrevaderos para el ganado. Se calcula que a comienzos del siglo XIX
había en La Habana más de 130 de esas fuentes.
La construcción de la Zanja comenzó en 1566. Para allegar el dinero
necesario para la obra se estableció el impuesto conocido como Sisa de
la Zanja, que gravó bastimentos como el vino, el jabón y la carne, y
sustituyó a un fracasado derecho de anclaje que se estableció con el
mismo fin. Su costo fue, dice Emilio Roig, de unos 35 000 pesos y
tenía dos leguas (una legua equivale a 4 240 metros).
Las demoras fueron muchas. El huracán de 1675 destruyó cuanto se había
avanzado hasta entonces. Dilataba asimismo la obra la continua falta
de dinero y la interrumpía por períodos más o menos largos, lo que
obligaba a las autoridades habaneras a acudir al rey español para que
reactivara la sisa. Una vez construida, la Zanja debió ser objeto de
reparaciones constantes, no solo por los daños que ocasionaban las
crecidas del río, sino por las averías que causaba la transportación
de madera hasta el Cerro, los desechos de trapiches y molinos
asentados en sus márgenes y los derrumbes provocados por animales.
Dice Eladio E. Alonso: «Al fin, tras vencer toda una serie de
obstáculos… la Zanja quedó terminada en 1585, pero los derrumbes de
los terrenos por donde pasaba y las tormentas tropicales que la
afectaban no permitieron que el agua llegara a la Plaza de San
Francisco hasta 1591, y al año siguiente al Callejón del Chorro».
La Zanja Real quedó abandonada después de 1835, cuando el Conde de
Villanueva terminó el acueducto de Fernando VII. Aun así sus aguas
continuaron usándose en algunos barrios, se utilizaron para el riego o
como fuente de energía en industrias estatales o privadas. Fue
rehabilitada en 1895, en los días de la Guerra de Independencia. Las
autoridades coloniales temían que los mambises atacasen y destruyesen
el acueducto de Albear, y recobraron la antigua Zanja como acueducto
alternativo. Entonces había en La Habana 895 aljibes y 2 976 pozos,
que fueron inhabilitados durante los años iniciales de la República.
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Ciro Bianchi Ross
ciro@jrebelde.cip.cu
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