domingo, 24 de junio de 2012

EL PALACIO DE ALDAMA


El Palacio de Aldama


Ciro Bianchi Ross
23 de Junio del 2012 21:18:54 CDT

Entendidos y especialistas no escatiman elogios al describirlo. Para
el arquitecto Joaquín Weiss esa mansión espléndida bien merece el
calificativo de palacio con que se le designa. Otro arquitecto cubano,
José M. Bens, luego de aludir al acierto de sus exteriores, se detiene
en su decoración interior, acometida por verdaderos artífices; y a las
pinturas pompeyanas de sus artesonados y a la delicadeza de los
motivos escultóricos de sus frisos, suma la variedad de los pisos de
mármol del inmueble; verdaderas joyas de composición por sus dibujos y
colores, las bellas rejas interiores de estilo Imperio, las jambas de
madera… Tiene la sencillez y la pureza clásica de los palacios romanos
del Renacimiento, afirmaba el también arquitecto Leonardo Morales, y
el hispanista alemán Karl Vossler, de visita en La Habana, aseveró que
se trata de un edificio que por su majestuosidad y belleza no
desentonaría entre los palacios de las grandes ciudades italianas.

El Palacio de Aldama es, sin duda alguna, la obra arquitectónica más
valiosa que se erigió en La Habana durante el siglo XIX. Si entre los
edificios habaneros de carácter público, escribe el historiador Emilio
Roig, el más hermoso y característico es el Palacio de los Capitanes
Generales —hoy Museo de la Ciudad— frente a la Plaza de Armas, entre
las edificaciones de carácter privado descuella igualmente uno muy
superior a los demás, el Palacio de Aldama. Si el de los Capitanes
Generales culmina el estilo barroco en Cuba, el de Aldama es el colmo
del estilo neoclásico. Constituyen dentro de nuestra arquitectura,
asegura Roig, dos cumbres de belleza.

Con sus dos fachadas y un majestuoso soportal de 56 metros de largo
sobre la calle Amistad entre Reina y Estrella, frente al antiguo Campo
de Marte —hoy, Plaza de la Fraternidad—, el Palacio de Aldama fue
asaltado por voluntarios españoles en la noche del 24 de enero de
1869. Motivos más que fundados creyeron tener para hacerlo. Su
propietario de entonces, don Miguel de Aldama y Alfonso —hijo del
constructor del edificio— era reconocido enemigo de España y
conspirador desde los tiempos de Narciso López. Un hombre tan rico y
poderoso que, pese a sus ideas y actitudes, España, lejos de
castigarlo, quiso atraérselo con el ofrecimiento de un título de
marqués que don Miguel, paladinamente, rehusó. Además de esos motivos
evidentes, hubo otro que impulsó al elemento español más
intransigente, representado por los voluntarios, al saqueo de aquella
mansión y fue el insistente rumor de que, por voluntad de su dueño,
aquel palacio regio sería la residencia de los presidentes de Cuba
libre.

Por eso, después de causar muertes y sembrar el pánico en el café El
Louvre, voluntarios pertenecientes a los batallones Tercero y Quinto,
y al batallón de Ligeros, se concentraron ante el Palacio y echaron
abajo una de las puertas. Decían buscar armas y, en efecto, las
encontraron. Pero no de las que podían usarse en la manigua en la
guerra contra España, sino una colección de armas antiguas —japonesas,
hindúes, normandas, incas…— que con paciencia y crecidos desembolsos
habían logrado acumular los Aldama. Destrozaron enseguida la valiosa
pinacoteca y registraron los armarios. Se apropiaron de todo lo que
podían llevarse y lo que no, lo destruyeron. Vajillas, lámparas,
cristales, libros, objetos de arte de todo tipo quedaron destrozados.
Prendieron fuego a las cortinas de damasco o de encajes y puertas y
ventanas fueron arrancadas o perforadas a tiros. Luego, ebrios ya de
rabia y de vino, porque, como es de suponer, también «visitaron» las
bodegas del Palacio, encendieron una hoguera en el Campo de Marte y en
esta ardieron no pocos muebles tallados y tapices orientales.

La familia Aldama se salvó de la furia de los agresores por no
encontrarse en la casa, al cuidado, en esos momentos, de dos o tres
criados que fueron víctimas de humillaciones y maltratos. A una vieja
sirvienta inglesa la despojaron los voluntarios de los ahorros de toda
su vida. Aquel 24 de enero era domingo y, como todos los días festivos
y de asueto, lo pasaban los Aldama en su finca Santa Rosa, en
Matanzas. Allí recibieron la noticia y también la amenaza de que la
hacienda correría la misma suerte. No demoraron en abandonar la Isla y
todas sus propiedades fueron confiscadas. En Nueva York, Miguel Aldama
asumió la dirección de la Agencia General de la República de Cuba en
Armas y puso al servicio de sus ideas lo que quedaba de su inmensa
fortuna. Murió en 1888 en el destierro y en la miseria.
Monumento nacional

El Palacio de Aldama lo conforman, en realidad, dos casas contiguas,
«tratadas como una unidad arquitectónica, de excepcional
monumentalidad». La del vizcaíno Domingo Aldama y Arréchaga y la de su
hija Rosa, casada con el escritor Domingo del Monte. El primero de
esos Domingo encargó la construcción del edificio a José Manuel
Carrerá, arquitecto de origen dominicano vinculado a todas sus
empresas y a los proyectos de la familia Alfonso, que era la de su
esposa, en especial la red ferroviaria que ambas desplegaron en la
provincia de Matanzas. Revela la influencia de don Domingo Aldama el
hecho de que para autorizarle a levantar su Palacio, las autoridades
derogaran la orden que prohibía construcciones civiles en la zona
militar adyacente al Campo de Marte, si bien se le exigió que, por
presentar su frente a ese espacio, paraje de gran perspectiva, debía
ser del mayor mérito el edificio que allí se erigiera. Se edificó en
1840. Contaba, en el momento de su inauguración, con dos pisos y
entresuelo, y se calcula que su costo rondó el millón de pesos, suma
fabulosa para la época. El doctor Juan de las Cuevas, en su libro 500
años de construcciones en Cuba, dice que se trata de una casa toda de
sillería, incluso los tabiques interiores, y llama la atención sobre
la escalera principal, construida con bloques de mármol de Carrara,
ajustados entre sí sin ningún elemento externo de sostén.

Creo haber leído que, una vez cesada la soberanía de España en Cuba,
no logró la familia Aldama recuperar su Palacio. Tal vez lo
recuperara; no estoy seguro. En 1926, ante la protesta de
instituciones cívicas y culturales, se instaló allí la fábrica de
tabacos La Corona, que le adicionó un tercer piso al inmueble, hecho
que originó nuevas protestas, aunque justo es decir que si bien lo
añadido entonces no ostenta las mismas majestuosas proporciones de los
dos plantas primeras, se construyó con el mismo estilo del resto del
inmueble. Veinte años más tarde, La Corona o la empresa que le sucedió
en la propiedad del Palacio pretendió demolerlo por razones de
«conveniencia práctica»; de seguro para construir en su lugar un
edificio de muchas plantas. Nuevas protestas. Instituciones cívicas y
culturales volvieron a sacar la cara por el edificio en desgracia,
formaron un frente común con la Junta Nacional de Arqueología y
lograron que el doctor Ramón Grau San Martín, presidente de la
República, salvara el Palacio Aldama declarándolo Monumento Nacional.
No prosperó en el Senado la propuesta del senador Juan Marinello de
que el Estado adquiriese el edificio para instalar allí la
Cancillería. El Banco Mendoza, nuevo propietario del inmueble, lo hizo
objeto de una muy cuidadosa restauración. Hasta el momento radica el
Instituto de Historia de Cuba en este Palacio, urgido ya de una nueva
restauración y confiada esta, se dice, a la Oficina del Historiador de
La Habana.

De niño, cuando los sábados iba de compras con mi madre a las tiendas
de la calle Monte, me gustaba asomarme a uno de los patios interiores
del Palacio de Aldama. Varios comercios —recuerdo de manera particular
una joyería— confluían en ese espacio en el que una fuente de mármol
blanco de Carrara parecía ser el elemento esencial.
Diario que a diario

El saqueo del Palacio de Aldama en 1869, tres meses después del inicio
de la primera de nuestras guerras por la independencia, no fue un
hecho aislado ni extemporáneo. Antes bien, se liga con otros sucesos
que ocurrieron bajo el mando del capitán general Domingo Dulce y
Garay, marqués de Castell-Florit, y que tuvieron por causa principal
el encono ya existente entre españoles y cubanos, y la hostilidad que
los voluntarios sentían por el gobernante, a quien tenían por aguantón
y débil, y al que acusaban de complicidad con elementos contrarios a
España, entre ellos Miguel Aldama.

Disturbios callejeros habían ocurrido el 12 de enero, luego de que los
voluntarios, durante un registro, encontraran un importante alijo de
armas en una casa de la calle Carmen, y se repitieron durante el
entierro de Camilo Cepeda, un joven cubano muerto en la cárcel.
Siguieron los sucesos del teatro Villanueva. La tragedia volvió el 24:
una tropa de voluntarios tiroteó el salón del café El Louvre. Hubo una
nueva descarga y los que trataron de huir fueron atacados a la
bayoneta. El ataque arrojó un saldo de siete muertos y numerosos
heridos, todos españoles. Ni uno de ellos era cubano.

Se pretextó que desde el interior del café se había hecho un disparo,
lo que es falso. En verdad, los voluntarios no necesitaban pretexto
alguno; andaban desorbitados. Se emborrachaban en tabernas y bodegas,
detenían los carruajes e insultaban a las familias que en ellos
viajaban y a las que se asomaban a ventanas y balcones y obligaban a
los transeúntes a dar gritos de ¡Viva España! El famoso retratista
Cohner, aduciendo que como ciudadano norteamericano que era, solo daba
vivas a su nación, fue muerto en plena calle. La actitud ofensiva de
los voluntarios se acentuó después de que fuera preciso suspender por
lluvia la gran parada que sus fuerzas tenían prevista para el ya
funesto día 24. Tan fea se puso la cosa que el capitán general Dulce
tuvo que ordenar que patrullas de marineros de los barcos de guerra
surtos en puerto y soldados de las tropas regulares salieran a
patrullar las calles a fin de aplacar a los revoltosos y tranquilizar
a los vecinos.

La tropa de línea, mandada por el mismo Dulce, dispersó a los
voluntarios que saquearon el Palacio de Aldama. Esto fue un motivo más
para que los más recalcitrantes acrecentaran su odio e indignación
contra el Capitán General. Dulce llamó a capítulo a los jefes de
voluntarios y se quejó al Ministro de Ultramar. Le expresó en un
cablegrama que los susodichos penetraron en la casa de Aldama y
cometieron excesos que condena siempre el buen sentido y no disculpa
nunca la vehemencia del patriotismo. Pero en la carta en la que amplía
al Ministro los detalles del suceso los llamó «los mejores defensores
de la patria».

Domingo Dulce y Garay, marqués de Castell-Florit, no podía con los
voluntarios. Se convirtió en un juguete de sus pasiones y desafueros,
sin fuerza ni autoridad para imponérseles, mientras acrecentaba la
represión contra los cubanos sospechosos de laborantismo o de
simpatizar con la independencia. Escribe Enrique Piñeyro que tal vez
el General hubiese preferido no ceder, pero impotente, sin tropas
regulares, pues los voluntarios hacían remitir de inmediato al campo
de batalla las que llegaban de España a fin de dominar solos la
capital, obedeció, prostituyó su autoridad sin que a la postre pudiera
evitar su salida ignominiosa de la Isla luego de verse obligado a
renunciar.

 
Ciro Bianchi Ross
ciro@jrebelde.cip.cu
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