Pasaje a Matanzas
Ciro Bianchi Ross • 4 de Febrero del 2012 20:04:15 CDT
El transporte regular de pasajeros entre La Habana y Matanzas quedó
establecido el 7 de febrero de 1818, gracias a una diligencia que
hacía el viaje todas las semanas, aunque desde el siglo XVI era
posible cubrir la ruta por el camino llamado de Tierra Adentro.
El vehículo en cuestión salía de Guanabacoa en la madrugada del
viernes, hacía escala en Jaruco y llegaba a su destino a las 12
meridiano del domingo. Así sucedía en tiempo de seca, porque durante
la estación de las lluvias, el camino real se tornaba intransitable y
la travesía era por lo general más demorada. El coche tenía capacidad
para seis pasajeros y era tirado por cuatro caballos. El importe del
pasaje era de una onza de oro.
Un año más tarde llegaba a Cuba el primer buque de vapor conocido en
los dominios españoles. Hizo algunas demostraciones en la bahía y en
aguas cercanas a la boca del Morro y la gente saludó con entusiasmo
aquel portento de la técnica que arrojaba humo y sustituía las velas
por las grandes ruedas que lo impulsaban. Lo había traído el criollo
Juan Manuel O’Farrill, natural de La Habana, a quien el rey de España
otorgó el privilegio exclusivo para operar con vapores servicios de
carga y pasaje entre los puertos de la Isla durante 15 años.
Bautizó O’Farrill aquel vapor con el nombre de Neptuno, y el 18 de
julio de 1819 inauguró una travesía semanal entre La Habana y Matanzas
y viceversa. Escogió la ruta por constarle la importancia mercantil de
ambas plazas, ciudades que conocía muy bien porque en la capital
desempeñaba la dirección del Real Consulado de Agricultura y Comercio,
y había sido Comandante Militar de Matanzas.
Diez años después, el Gobierno municipal, pese a lo raquítico de sus
fondos, se propuso mejorar el ornato público y la seguridad y la
animación de la noche matancera. En esta línea, solventó la
instalación, en 1829, de 250 faroles de reverbero, y apremió a los
habitantes de la ciudad para que sustituyeran por techo de tejas o
azoteas el guano que servía de cubierta a sus moradas.
Los propietarios más pudientes procedieron al pronto reemplazo. Otros
moradores, en cambio, por falta de recursos u otras razones, no
acataron con igual rapidez la ordenanza urbanística, pese a que se
amenazó con que la municipalidad destecharía sus viviendas.
Por esa misma época, Madrid accedió al pedido del Gobierno matancero,
y Fernando VI, el llamado «rey felón», aprobó, el 14 de diciembre de
1828, el escudo de armas propuesto para la ciudad y que se describía
como de «campo azul con torre y puentes de oro y el Pan de Matanzas de
plata; cubierto por una corona real de las Españas, y con hojas de
caña y café laterales a título de frutos básicos de la jurisdicción».
Pero —y aquí viene lo interesante— la aprobación del escudo reportó al
monarca una bonita cantidad de dinero. Pidió además que el
Ayuntamiento yumurino erigiese una estatua suya, monumental, en un
lugar emblemático de la ciudad. Esa escultura estuvo emplazada en un
paseo matancero hasta el 8 de septiembre de 1947, cuando, desmontada
de su pedestal, fue a parar, como pieza de museo, a los almacenes de
la Escuela Provincial de Artes Plásticas.
A campanazos
El primitivo Ayuntamiento de la villa se reunía en la casa particular
del alcalde todos los viernes, cuando el tañido de una campana
anunciaba a los regidores o concejales la hora de celebrar la junta
semanal. Si los temas eran pocos o se agotaban enseguida, dedicaban
tiempo a estudiar las llamadas Ordenanzas de Cáceres, que regían la
vida colonial. La inasistencia a esas reuniones, fuera cual fuera el
motivo, representaba una multa de cuatro reales.
Dictó providencias el cabildo contra la vagancia y contra la presencia
en la localidad de forasteros sin oficio ni beneficio, y mostró un
celo extraordinario en las medidas con que trató de frenar el éxodo
perenne de moradores, migración que impedía al municipio levantar
cabeza. Tal preocupación se la expresaron al brigadier Vicente Raja,
gobernador general de la Isla, durante su visita de 1717, a fin de que
reprimiese la ausencia onerosa de familias locales.
Nada podía hacer el Gobernador porque el mal era de raíz. La fuga de
los habitantes de la ciudad obedecía a la miseria de los labradores,
debida al precio ruin del tabaco a causa del estanco. Sin contar que
no había otro comercio efectivo en la jurisdicción. El mal se agudizó
en 1760 cuando los vegueros, agobiados por las deudas, empezaron a
carecer incluso de lo necesario para la manutención de sus familias.
Decidió entonces el cabildo el envío a La Habana de uno de sus
regidores, que expondría la situación al Capitán General y procuraría
una mejora en el precio de las cosechas. Nada logró el enviado y los
vecinos de la ciudad, reunidos en una sesión extraordinaria del
Ayuntamiento, acordaron suplir los costos del viaje a Madrid de un
plenipotenciario que debía exponer el asunto ante el Rey de España.
Nada parece haber logrado tampoco.
Villa y puerto
Pocas localidades cubanas progresaron tanto y en tan poco tiempo como
la ciudad de Cárdenas. La naturaleza favoreció el lugar y la mano del
hombre puso el resto en aquel sitio que vivió durante siglos sumido en
el olvido.
Tan solo existía allí una casa cuando, en marzo de 1828, en
cumplimiento de las órdenes de Claudio Martínez de Pinillos,
intendente general de Hacienda, Juan José de Aranguren, administrador
de las Rentas Reales de Matanzas, fundó la villa en el corral del
mismo nombre y sobre un amplio puerto del litoral del norte.
Aranguren, que contaba con el respaldo del teniente gobernador Cecilio
Ayllón, tuvo el concurso invaluable del agrimensor Andrés José del
Portillo. Así, se trazaron las calles, se determinó la extensión
superficial de cada solar, se tasaron con equidad los terrenos y
empezaron a transferírseles a los interesados. Aquella casa solitaria
que antecedió a la fundación era propiedad del Tesoro y se destinaba a
vivienda del cobrador de impuestos en la zona y a almacén de sal.
Cárdenas creció por días. Enclavada en una región fértil en extremo,
era sitio ideal para el tráfico mercantil entre las zonas agrícolas de
las inmediaciones y las ciudades de Matanzas y La Habana. Los cultivos
aumentaron de manera sorprendente y el Gobierno local destinó buena
parte de los fondos provenientes de la venta de terrenos al
mejoramiento y ornato de la calle principal y de la plaza pública. En
1836, ocho años después de su fundación, se reportaban en Cárdenas 279
solares repartidos, con 237 casas edificadas y un total de 926
habitantes.
El ferrocarril, establecido en 1841, atravesaba una comarca rica y
pletórica de haciendas y fue factor decisivo para que en 1848 se le
adjudicara a la localidad la cabecera de una tenencia del Gobierno con
el nombre de Puerto y Villa de San Juan de Dios de Cárdenas.
Por esa época se contaban 73 casas de mampostería, 232 de madera y
tejas y cinco de guano. Había, entre los establecimientos comerciales,
dos boticas, dos tabernas, cinco tiendas de ropa y otras 25 tiendas
mixtas, ocho panaderías y ocho fondas que servían asimismo de posada,
siete cafés con billar… No faltaban dos barberías, diez zapaterías,
cuatro herrerías, cinco carpinterías, cuatro sastrerías, dos
talabarterías y ocho tabaquerías. La relación incluía platerías,
relojerías, sombrererías, hojalaterías, 20 carbonerías y, entre otros
establecimientos más, la inevitable valla de gallos.
Hacia 1860 la plaza del mercado era la mejor de la Isla, después de la
de Santiago de Cuba. No faltaba el teatro. Tampoco la plaza de toros.
Desde 1846 prestaba servicios el cuerpo de bomberos, y en 1872
funcionó el acueducto. En 1857 comenzó la instalación de la cañería
para el alumbrado de gas, y en 1899 Cárdenas conoció la luz eléctrica.
Desde 1878 la villa venía progresando gracias al fomento de grandes
talleres de maquinaria, fundiciones, licorerías y refinerías de
azúcar.
Bemba, nueva bermeja y guacamaro
Cárdenas prosigue siendo Cárdenas aunque haya dejado en el camino el
San Juan de Dios que se añadió a su nombre de 1848. No sucede lo mismo
con otras localidades matanceras que cambiaron sus denominaciones
originales. Así, Jovellanos, Colón y Alacranes fueron antes Bemba,
Nueva Bermeja y Alfonso XII, respectivamente. Pedro Betancourt se
llamó Corral Falso de Macurijes. Agramonte, Cuevitas; y Carlos Rojas,
Cimarrones. Limonar fue Guacamaro; Máximo Gómez, Recreo o Guanajayabo;
y Martí, Hato Nuevo o Guamutas, en tanto que San José de los Ramos,
Los Arabos y Manguito se nombraron Cunagua, Macagua y Palmillas.
Hombre temerario
Se conoce poco que el 23 de agosto de 1824 ocurrió en Matanzas un
pronunciamiento contra el despótico, rapaz y bárbaro Gobierno
imperante entonces en la Isla. La protesta, que no iba enderezada al
logro de la emancipación de Cuba, sino al restablecimiento de la
Constitución que había regido en España y sus colonias y que fuera
dejada en suspenso por el gobernador Francisco Dionisio Vives medio
año antes, la protagonizó el alférez de dragones Gaspar Antonio
Rodríguez al frente de siete lanceros.
Los que lo conocieron, calificaron a Rodríguez como un hombre
temerario y valiente. Eran muy claros los términos de su demanda:
restablecimiento de la Constitución, cese del robo sistematizado de
los fondos públicos, sustitución de los magistrados venales…
Era una época difícil. Vives había conseguido acallar las voces de
protesta en todas partes, y la Isla, en lo político, estaba sumida en
un sopor y una apatía que parecían insuperables. El alférez de
dragones Gaspar Antonio Rodríguez, aquel peninsular que se atrevía a
clamar por el restablecimiento de las libertades públicas en Cuba, se
vio solo, sin seguidores que lo apoyaran o ampararan. Perseguido y
maltrecho se vio obligado a salir del país. Lo hizo a tiempo, porque
un tribunal colonial lo juzgó en ausencia y lo condenó a morir en la
horca.
Vapores, trenes, teléfono
Hacia 1860 hubo comunicación entre Matanzas y Nueva York gracias al
vapor Matanzas, mandado por el capitán Seisgond. En 1852 había ya
servicio telegráfico entre la capital de la Isla y la ciudad de
Matanzas, y siete años más tarde el ferrocarril la enlazaba con la
localidad habanera de Güines. En 1861 entró en servicio el ferrocarril
de la Empresa de la Bahía habanera, cuyos coches salían de la estación
de Fesser, en Regla, y llegaban a la capital yumurina. En 1885 esa
urbe contó con su primera red telefónica, perteneciente al Cuerpo de
Bomberos del Comercio, pero no sería hasta 1905 cuando se hizo posible
desde Matanzas la comunicación telefónica con La Habana a través de la
larga distancia.
Con documentación del Doctor Ismael Pérez Gutiérrez, e información de
Ponte Domínguez, Santovenia y Roldán Oliarte.
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Ciro Bianchi Ross
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