El Cojo de la bocina
Ciro Bianchi Ross • 24 de Diciembre del 2011 20:58:04 CDT
¿Pedro? ¿Procopio? ¿Anastasio? ¿Tomás? ¿José Manuel? ¿Pedro Tomás,
acaso? Los que lo conocieron o lo vieron al menos alguna vez no
recuerdan su nombre; tal vez no lo supieran nunca, y tampoco lo
consignaron los que escribieron sobre él. Nadie sabe ya a ciencia
cierta la razón de su cojera. Enrique Núñez Rodríguez, en una crónica
que dio a conocer en esta misma página, habla de una prótesis de palo
en una de sus piernas, «lo que lo hacía, decía el cronista, más
interesante en el desempeño de su juglaresca función». Para Eduardo
Robreño, en cambio, no hubo pata de palo que valiera y el Cojo solo
arrastraba una pierna, mientras que Luis Ortega, periodista cubano
fallecido en Miami hace un par de años, en las páginas que le dedica
en sus memorias todavía inéditas, ratifica la imagen del sujeto que
legó Núñez Rodríguez.
Precisa Luis Ortega que no hubo un solo Cojo, sino varios. Escribe en
sus memorias:
«Lo que ocurrió fue que el oficio que había inventado el Cojo
auténtico, que era el de cronista social callejero, se convirtió en
una actividad productiva y existieron varios cojos».
Núñez Rodríguez no va tan lejos, pero concede al personaje en cuestión
cierto don de ubicuidad. Como un ser omnipresente, el Cojo se hacía
sentir en Galiano y San Rafael, en Infanta y San Lázaro, en los
jardines del Capitolio y en el Gran Estadio del Cerro (Estadio
Latinoamericano) donde animaba, con su bocina, los juegos entre los
eternos rivales, Habana y Almendares, aprovechando los momentos más
emocionantes del desafío. Afirmaba Núñez Rodríguez que junto con La
Marquesa y El Caballero de París formaba la tríada de los personajes
más populares de la capital en aquellos ya lejanos años 40 del siglo
pasado.
No hay que minimizarlo. Ese cronista ambulante sabía hacer muy bien lo
suyo. Tenía talento, gracia y una memoria de elefante que le permitía
aprehender un rostro con solo verlo una vez y tener siempre a flor de
labios el nombre oportuno y la información precisa que propalaba u
ocultaba a discreción. No necesitaba más que una bocina para hacerlo,
un modesto altoparlante desmembrado a veces de un fonógrafo de cuerda.
En lo suyo, el silencio podía resultar tan lucrativo como la palabra.
Porque senadores de la República, representantes a la Cámara,
ministros, alcaldes y concejales al oír mencionar su nombre seguido de
unos cuantos adjetivos elogiosos, se apresuraban a darle una propina
al Cojo, que vivía de eso, y abrían sus carteras asimismo cuando el
Cojo destacaba la presencia de sus esposas y aludía a su rango en la
sociedad. Una módica cuota, que los políticos tampoco eran remisos a
soltar cuando el Cojo callaba su última trapacería, su cobardía o las
cortedades que querían hacer pasar en silencio. El Cojo era un
conocedor de su trabajo. Casi un publicista.
La cosa funcionaba más o menos así. Se apostaba el Cojo en las afueras
del Capitolio en espera de la apertura de la sesión del Senado o la
Cámara. Veía acercarse, digamos, al senador Guillermo Alonso Pujol y,
ni lento ni perezoso, gritaba: Ahí llega Guillermo Alonso Pujol, el
artífice del permanente renuevo… ¡Viva el senador Alonso Pujol! Se
suponía que a esa altura el astuto político matancero ya hubiera
«tocado» al Cojo con una peseta por lo menos, porque si no, todos los
elogios se volvían denuestos… Y lo mismo hacía con todos los políticos
que podía cazar.
Hasta borracho me da pena
Si el Cojo de la Bocina se movió en La Habana, gente de su mismo
oficio hubo en toda la República.
Núñez Rodríguez recordaba a un «vocero popular» camagüeyano. Como en
el caso del cronista ambulante habanero, tampoco se sabe su nombre,
solo que servía a los intereses de los políticos de turno a través de
su negra bocina.
En una oportunidad contrataron al sujeto para anunciar la llegada a la
capital agramontina del presidente Federico Laredo Bru al que, como
Vicepresidente de la República, le tocó ocupar la primera magistratura
de la nación luego de que el Senado, instigado por el coronel Batista,
juzgara y destituyera al presidente Miguel Mariano Gómez a siete meses
escasos de que accediera al poder.
El vocero camagüeyano no «tragaba» a Laredo; lo tenía como un tipo
débil, gris, dócil a los dictados de Batista. Le molestaban
sobremanera los ditirambos con que, según le pedían, debía anunciar al
Honorable Señor Presidente de la República: gobernante ejemplar,
patriota distinguido, político honesto, demócrata insigne… Aquello era
demasiado, más de lo que podía soportar, pero el anuncio de aquella
visita haría que algunos pesos le cayeran en el bolsillo, dinero que
su familia necesitaba para comer. No podía negarse. Con todo, él era
un profesional, no un mercenario, y mantenía cierta ética.
Proseguía Núñez Rodríguez:
«Para darse valor, ya que estaba consciente de la mentira que
encerraban aquellas palabras, consumió, antes de salir a cumplir su
cometido, dos botellas de aguardiente, trago a trago, mientras
ensayaba su texto. Salió, por fin, hacia el centro mismo de la ciudad.
Muy cerca de la casa natal del Mayor, frente al bar Correos, se colocó
la bocina ante los labios y con voz clara y precisa exclamó:
—¡Camagüeyanos!
Lo rodearon decenas de curiosos. Prosiguió la arenga:
—Todos a recibir al Honorable Señor Presidente de la República.
Ejemplar gobernante. Patriota distinguido…
Se detuvo de pronto, precisaba Núñez Rodríguez. Y sin quitarse la
bocina de los labios, exclamó:
—¡Qué va… hasta borracho me da pena!
Una legal y otra secreta
Durante el primer Gobierno de Batista (1940-1944) existieron en Cuba
dos primeras damas. Una, Elisa Godínez, vivía en Palacio a plena luz
del día. Batista la conoció cuando él todavía era un soldado que
montaba guardia en el portón de la finca del presidente Alfredo Zayas,
y ella era una lavandera del Wajay. La otra, secreta, ejercía las
funciones de querida del Presidente. Se llamaba Martha Fernández
Miranda, una muchacha muy humilde de Buenavista, en Marianao, linda, a
quien Batista doblaba descansadamente la edad y de la que se desconoce
con exactitud cómo llegó al entorno del Presidente.
Escribe Luis Ortega en sus memorias que eso de tener una amante «era
lo normal en la época. Lo primero que hacía un cubano de alguna
posibilidad era echarse una querida. Sobre todo los políticos, los
militares, los profesionales de alguna jerarquía. Tener una querida o
dos era entrar en el libro de oro de la sociedad secreta. Todos en
algún momento cometimos ese pecado, si se puede llamar pecado a lo que
en el fondo era un castigo».
Contó a Ortega el general Manuel Benítez, jefe de la Policía Nacional
en el primer Gobierno de Batista, que una tarde Martha se disponía a
entrar en El Encanto, la tienda del mundo elegante habanero, cuando de
pronto apareció el Cojo, con su pata de palo, la muleta y su bocina y,
sin pensarlo dos veces, gritó:
—Se dispone a entrar en el exclusivo establecimiento de Galiano
esquina a San Rafael la ilustre dama Martha Fernández Miranda, la muy
querida, respetada y bondadosa señora que es orgullo de nuestra
sociedad.
En una situación normal, Martha se hubiera sentido muy orgullosa de
que el Cojo destacara su presencia, pero ella no era por entonces un
personaje público, sino un secreto, aunque todos la conocían y le
rendían honores. Los gritos del Cojo, al ponerla en evidencia, la
abochornaron y se metió en la tienda como una flecha.
Esa noche, en la intimidad, sigue contando Luis Ortega, le armó una
bronca a Batista. Y Batista, a la mañana siguiente, llamó a Palacio al
general Manuel Benítez. De muy malas pulgas, le dijo:
—¿Cómo permite usted que ese Cojo miserable ande por ahí insultando a
las damas? Me lo agarra, le quita la bocina y lo encierra en un
calabozo.
Dicho y hecho. Un par de horas después el Cojo estaba tras las rejas
de un calabozo de la estación de policía de la calle Dragones.
Una semana más tarde Martha se disponía a entrar otra vez en El
Encanto y el Cojo, esa vez en forma más rimbombante, volvió a anunciar
su presencia. Esa noche, la escena entre Batista y Martha fue de
argolla. Lloraba ella de indignación, y el mandatario, molestísimo,
dispuso la presencia inmediata del general Benítez en Palacio.
El cuadro, contado en detalles a Luis Ortega por el mismo jefe de la
Policía, es indescriptible. Batista estuvo a punto de destituirlo.
—¡Yo le ordené a usted que metiera preso al Cojo…!
Benítez, parado en posición de firme, no entendía ni jota de lo que
pasaba. Había cumplido la orden. En verdad, tenía al Cojo preso, pero
Batista volvía con su andanada.
—¡Otra vez el Cojo se metió con Marthica! ¡Algo intolerable! ¿Qué
clase de jefe de Policía es usted?
Benítez salió desconcertado de Palacio. Ya en la Jefatura, movilizó a
todas las fuerzas bajo su mando. Ordenó que localizaran al Cojo; al
otro Cojo, porque al primero lo tenía entre rejas.
El general Manuel Benítez los agarró a todos, los reunió en su
despacho y les dijo lo que tenían que hacer: debían guardar sus
bocinas cada vez que vieran aparecer a la querida del Presidente y
tragarse cualquier anuncio o comentario.
Después que Batista abandonó la Presidencia de la República, el 10 de
octubre de 1944, se divorció de Elisa Godínez y se vio obligado a
partir con ella, mitad por mitad, su fortuna, calculada entonces en 22
millones de pesos.
Contrajo matrimonio de inmediato con Martha Fernández. Podía ella,
como esposa legítima, acompañar a Batista a plena luz del día, lo que
no pudo hacer hasta entonces. Pero estaba desconsolada. Se había
quedado con las ganas de ser Primera Dama de la nación.
Con su zumbante ironía escribe el periodista Luis Ortega en sus
memorias que Batista dio el golpe de Estado de 10 de marzo de 1952
para que ella pudiera serlo de veras.
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Ciro Bianchi Ross
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