martes, 13 de diciembre de 2011

ANALISIS DE MANUEL CUESTA MORUA

Moral en fuga (primera parte)
Etiquetas: critica de la razon cuba Jose Antonio Saco Manuel Cuesta
La esquizofrenia política en la que estamos viviendo los cubanos es de manual. Mientras en el hemisferio derecho del país se prepara aceleradamente lo que denomino el pacto criollo entre el poder, las jerarquías religiosas y ciertos intereses económicos cubanos en el exterior, en su hemisferio izquierdo permanece intacto el lenguaje y los conceptos de emancipación que dieron cuerpo y sentido a las pretensiones malogradas del discurso revolucionario.
Un mismo cerebro sosteniendo una práctica y un lenguaje contradictorios entre sí provoca, a nivel de las bases estructurales de la nación, una implosión de las energías sociales e intelectuales que explica y explicará por qué el país no podrá remontar sus crisis en ninguno ámbito, a menos que se verifiquen cambios estructurales. La ilusión de las reformas revolucionarias que alimenta el hemisferio izquierdo no se corresponde con lo que en la práctica está haciendo el hemisferio derecho. Es bastante difícil saber cómo el discurso de los obreros se puede compatibilizar con la práctica del golf.
Lo que permite entender la proliferación aquí del lenguaje de ultraizquierda. La necesidad en ciertos niveles del poder y del imaginario ideológico de acentuar el perfil de sus orígenes revolucionarios frente a la recuperación de su pasado criollo, lleva a la estimulación de ciertas narrativas reivindicadoras que cumplen muy bien su función: enmascarar, consciente o inconscientemente, la rápida conversión del poder en su contrario social. La recepción de todas estas cabriolas sociales e ideológicas por las jerarquías de casi todas las religiones es no solo un síntoma, sino el punto de llegada natural de lo que se está definiendo ahora mismo en Cuba: el pensamiento y las estructuras conservadoras que, en el siglo XIX, dieron vida y sustancia a un José Antonio Saco.
No estaríamos frente a un problema mayor, considerando todo esto como parte de un vivo debate social. Porque, en todo caso, la ecología política del futuro pasa por el retorno a toda nuestra pluralidad originaria. Si embargo, lo que degenera el asunto en esquizofrenia es la confluencia de todas estas contradicciones en una misma voz y un mismo enfoque de poder. Los intelectuales, los militares, los comunistas, los empresarios, las jerarquías religiosas, los grupos fraternales, los medios de comunicación, el capital y un largo etcétera transmiten en una misma frecuencia sus intereses real o aparentemente contradictorios. Un desquiciamiento social que probablemente tiene pocos equivalentes en el mundo.
Si el asunto es preocupante desde el punto de vista de un proyecto posible de nación, me interesa resaltar la consecuencia mayor de la esquizofrenia cubana: la fuga de la moral.
Podríamos estar rozando exclusivamente con lo que el filósofo polaco Leszek Koulakowski había ironizado y descrito muy bien como la Ley de la Cornucopia Infinita, según la cual nunca escasean los argumentos para respaldar cualquier doctrina en la que se desee creer por las razones que sean. Entonces las dificultades del proceso serían solo de orden cultural.
Pero nos encontramos frente a lo que el pensador alemán Peter Sloterdijk definía con alarma en su Crítica de la razón cínica: no el desdoblamiento, sino la implosión moral de las elites.
Debo ser más o menos exacto. La implosión moral toca a la mayor parte de la sociedad cubana, pero lo que Sloterdijk resalta con sutileza sigue este razonamiento: esa implosión moral es solo posible cuando ya ha ocurrido en las elites.
Las sociedades, y también los individuos, tienen un problema moral cuando la tensión entre las actitudes y los valores que dicen profesar se inclinan peligrosamente a favor de las primeras, en detrimento de los segundos. Estamos en presencia de una implosión moral, empero, cuando esta tensión se rompe y los valores adquiridos se sacrifican en el altar de las actitudes. Si en presencia de una tensión la sociedad todavía se confiesa frente al cura, al pastor o al psicoanalista, en presencia de una ruptura se silencian o suspenden los valores, siempre en espera de “mejores épocas morales“. Casi todos: curas, pastores, psicoanalistas y sociedad cubren el diván o cierran el confesionario para hacerse realistas.
El resultado es el cinismo: el equivalente moral de la esquizofrenia política. Recordemos un punto: el cínico reconoce pública y psicológicamente la misma realidad que niega con las actitudes. Ahora bien, si las elites cubanas podían evitar o no la caída en el cinismo es una pregunta que no puedo responder. Lo cierto es que evitarla resultaba imprescindible para equilibrar aquella tensión y ofrecer lo más importante a la hora de redefinir el rumbo de Cuba: claridad y liderazgo morales.
Y frente al cinismo de elite, la recuperación ostentosa de las conductas quínicas de la sociedad: la burla, el choteo, la sátira, la indiferencia, actitudes de vieja planta en la cultura cubana, expresando todas la pérdida de credibilidad moral de esa elite frente a las mayorías -que recuperan su pragmatismo sin hacer muchas preguntas morales-, y que traducen al mismo tiempo la impotencia de estas de cara al poder que esa elite atesora y redefine justo en el 2011. El nuevo pacto que la elite intenta alcanzar es casi único en la historia de las reconversiones políticas: que se legitime su rito de paso hacia la burguesía plena, que se mantenga intacto su discurso ideológico y que la sociedad se quede callada. Y sobre ese tridente yace escandalosamente su inmoralidad.
Esa implosión moral se manifiesta en tres niveles distintos. Primer nivel: la mentira de imagen y la mentira de supervivencia, ambas compartidas por el Estado y los ciudadanos indistintamente, que divorcian el discurso social de su propia realidad e instauran la mentira estructural que sirve de base a la corrupción sistémica. La deshonestidad de todos se ha instalado así como conducta social.
Segundo nivel: la desconexión entre los valores elegidos y la conducta propia, que desmoraliza al destruir los criterios de juicio que rigen la convivencia en sociedad. Tercer y último nivel: la desintegración de la unidad necesaria entre responsabilidades personales y sociales, y sus consecuencias.
La desmoralización concluye así como la imposibilidad de exigencia mutua y coherente entre individuos, y entre individuos y Estado. Lo que permite entender dos cosas conectadas: los altos niveles de insensibilidad humana que inundan el país y el uso discrecional de la ley por parte del Estado. En estos momentos, pongo un ejemplo muy concreto, el gobierno intenta corregir la ilegalidad consentida durante más de 20 años a miles y miles de ciudadanos que, sobre todo en repartos populosos como Alamar, incrementaron, corriendo los muros, su espacio existencial. Esta es una de esas derivas cínicas que ha liquidado para siempre la autoridad moral de la elite, y que anima circularmente la relación cínica sociedad-sociedad y Estado-sociedad.

Cuba encuentro
Diálogos perversos (I)
Esta es la primera de un artículo en tres partes
Manuel Cuesta Morúa, La Habana | 23/11/2011


Si la inteligencia emocional permite captar los sentimientos en el mismo momento en el que están ocurriendo, debería existir algo así como una inteligencia psicológica que nos provea de los instrumentos idóneos para detener la estupidez en el instante exacto en el que está a punto de seducirnos. Convendría también que concurriera un tipo de inteligencia púdica que, combinada con las inteligencias anteriores, nos paralizara justo a la entrada de la cadena sublime de actos cuya ingenuidad los sitúa en el límite externo y peligroso de la frontera moral.
Veinte años después de haberla escuchado por primera vez, debo admitir que la propuesta de diálogo con el castrismo, un tipo específico de estupidez en la que fui atrapado, pone en peligro la coexistencia necesaria de esos tres tipos posibles de inteligencia; imprescindibles para la vida, sobre todo política. Mi único consuelo sería que gente inteligente, con experiencia y alto vuelo político fue también abducida, cada una en su momento, por la tentación griega de la comunicación racional entre diferentes. Desde el ex presidente español Felipe González hasta el supernegociador estadounidense Bill Richardson, pasando por la lumbrera de Henry Kissinger, el duro ex secretario de Estado Alexander Haig, el audaz ex presidente mexicano Vicente Fox y uno de los hombres más nobles que ha parido el sur de Estados Unidos: el ex presidente Jimmy Carter.
Sin embargo, amén de constituir una derrota psicológica, el consuelo sirve de poco para comprender los propios errores de percepción. Hay que saber captar por qué el fracaso de una operación pública está inscrito en su preámbulo, y por qué perseveramos, no obstante la experiencia acumulada, en construirle castillos al error.
¿Por qué?, me pregunto. La filosofía académica y el sentido común —que es la filosofía aprendida por tanteo— coinciden en un punto crucial: no hay diálogo viable donde no se comparten las premisas de partida. Como en toda comunicación compleja, las premisas de partida suelen ser, para aquel propósito, relativamente sencillas: actuación racional que nos coloque en una dimensión impersonal, y estructura ética que delimite el comportamiento posible.
En ausencia de actores racionales cabe arriesgarse a un diálogo siempre y cuando exista una estructura ética compartida. O a la inversa. Se puede crear una comunicación ética si se actúa racionalmente. Lo que no se debería hacer es iniciar una aventura incierta de comunicación en ausencia de ambas premisas, tal y como ha sucedido —y sucederá hasta el final de los tiempos— con todo intento de aproximación razonada y decente al castrismo.
El punto de partida ético es, de entre ambas premisas, el fundamental. La ética es la relación más completa de medio a fin, no al revés: nunca hay ética cuando se parte del fin para llegar a los medios. Y el diálogo es la mejor expresión de esa ética porque es la única base de igualdad civilizada entre diferentes: igualdad, no en poder sino de condición.
Pero en términos éticos, el castrismo constituye un salto revolucionario al medioevo. Algo así como un aggiornamento regresivo donde el hombre se divide por estamentos y no puede alcanzar la igualdad si no ha nacido o es situado, por un golpe de azar, en los estamentos superiores. Para apreciar esa división estamental solo hay que entender las lógicas detrás de la cartilla de racionamiento (libreta de abastecimiento según el eufemismo), que distribuye hacia abajo bienes escasamente producidos, y de la obligatoriedad, para gente adulta, de pedirle permiso al Estado con el fin de viajar fuera del país. Estas lógicas son las propias de la desigualdad estamental entre hombres considerados desiguales para definir su propio lugar en una relación humana. Y una relación estamental así construida supone que los de abajo deben agradecer a los de arriba su propia existencia, y comportarse correctamente para satisfacer un derecho fundamental de la condición pos infantil: la libertad de movimiento.
El intento de reconstruir la igualdad ética de los diferentes en un escenario de desigualdad estamental desemboca de tal manera en la destrucción de todo el lenguaje de comunicación civilizado, trabajosamente erigido sobre siglos de encuentro y desencuentro culturales. Entonces la rebelión ética de los desiguales por la igualdad de condición nos convierte automáticamente en enemigos execrables, ratas indignas, gusanos malagradecidos, seres humanos deplorables y excrecencias humanas. El típico lenguaje con el que los estamentos superiores del medioevo se referían a los que vivían con ciertas inquietudes fuera del muro de los castillos. En este sentido, si se quiere saber algo sobre el particular oficio de sustituir la discusión intelectual de los argumentos por la denigración verbal del adversario es recomendable leer al semiótico medievalista Humberto Eco.
En el fondo de todo esto reside un dato histórico importante. El castrismo, apropiándose de la metódica revolucionaria, considera a los hombres iguales en relación con los ideales pero irremediablemente desiguales frente a sus palacios. Nada distinto a la Iglesia Católica, que nos postula a todos iguales ante Dios y muy diferentes en las afueras del templo. Un punto de coincidencia que explica, epistemológicamente, por qué es posible un diálogo entre Iglesia-Estado en Cuba, y no un diálogo Iglesia-sociedad y Estado-sociedad.
¿Puede construirse un diálogo social o político desde aquella doble perversión ética? Sí, al interior de la utopía. No, dentro de la realidad política. Por eso no es extraño que todo intento de avanzar en un diálogo con el castrismo no tenga alcance estratégico para ninguno de los actores, y sí implique un desgaste emocional, psicológico, y en no pocas ocasiones moral, para aquellos que se involucran racionalmente.
En estas condiciones solo parecen posibles dos tipos de diálogos: un diálogo de besugos en el que las partes se comportan, conózcanlo o no, como simples necios; o el típico Diálogo del Salvador: ese evangelio dirigido al bautismo que postula la superioridad del señor Jesús como maestro de sabiduría dentro de una comunidad de creyentes. Como es de suponer no hay dentro de ella relación de igualdad, y no se puede derivar de esta comunidad una acepción moderna de diálogo social en la que el poder abandone su idea de imperium frente a los ciudadanos.
Es esa idea de imperium la que obstruye estructural, política, cultural y moralmente el diálogo con el castrismo. Razón por la que se pervierte todo diálogo o conversación concretos con el Gobierno cubano o sus representantes. Toda perversión nace del divorcio entre los medios, las intenciones declaradas y la mentalidad. Imaginemos que un fanático nos diga que está dispuesto al diálogo. Probablemente nos reiríamos hasta la micción frente al singular despropósito, manteniendo sabiamente las distancias.
Bueno, el castrismo es un fanatismo encubierto que solo intenta ganar tiempo, obtener ventajas y descolocar a sus adversarios cuando se ve obligado por las circunstancias a sentarse a la mesa del diálogo. Y aunque la sabiduría aconseja tomarse muy en serio todo delirio disimulado, pienso que, por su lado, las autoridades deben disfrutar mucho estas pantomimas dialógicas, riéndose de la seria ingenuidad de sus interlocutores. El asunto es que el castrismo parte de una supuesta ética de los fines que nos dice que todos los medios son legítimos, incluso el diálogo, para el supremo de sus fines: el poder. Por eso no se debe dialogar con ellos, colocando un Amazonas de distancia.
Diálogos perversos (II)
Segunda de una serie de tres partes
Manuel Cuesta Morúa, La Habana | 24/11/2011


El interés por el poder permite entender el diálogo que hoy sostiene el Gobierno con la Iglesia Católica. Es curioso que nadie haga mucha referencia al diálogo de cooptación que aquel ha mantenido por años con las iglesias protestantes. Más significativo si se trata del número y de la representación social de las religiones. La cuestión primordial es que al régimen solo le interesa el poder, no la convivencia posible y necesaria. Y en el occidente cristiano, la principal dispensadora moral de poder en la tierra se llama Iglesia Católica.
En tal sentido es importante entender que justamente el diálogo Estado-Iglesia Católica revela la improcedencia del diálogo Estado-sociedad. Si se quiere deducir por qué no es posible el diálogo con la oposición es imprescindible intuir por qué sí es posible el diálogo con las iglesias, que no con la religión.
La instrumentación de aquel diálogo es una fuga del régimen hacia un terreno triplemente seguro en el que, por un lado, se resguarda de toda discusión cívica del poder en su momento de mayor ilegitimidad; se refugia, por otro, detrás de la multinacional del perdón, justo cuando su inmoralidad pasada y presente (la del régimen) es materia de cotilleo y comunicación globales y, finalmente, vende la imagen de civilidad y disposición al intercambio mientras compra el tiempo pausado y eterno de las religiones. Hay un viejo adagio de mucha pertinencia para el Gobierno cubano ahora mismo. Y dice así: los molinos de los dioses muelen lentamente. La Iglesia Católica, que cobra sus servicios en moneda divina, acaba de ofrecerle ese tempo suave del cambio.
Con la sociedad ese diálogo es imposible. Su fuerza cívica y plural le plantearía al régimen preguntas básicas de legitimidad; su memoria selectiva lo expondría frente a un pasado poco edificante ―valuado en 2011 con criterios más exigentes de civilización―, mientras que sus necesidades básicas, acumuladas como fallas geológicas, acelerarían el ritmo letárgico que el gobierno ha impreso a lo que insisten en llamar reformas.
La compatibilidad estructural entre catolicismo y marxismo es, como fundamento, el atlas que sostiene aquel diálogo en marcha. Hay en Cuba una discusión viva acerca de si la Iglesia Católica es suficientemente cristiana o de si el Gobierno cubano es suficientemente marxista. La respuesta a esta inquietud, muy importante para sus respectivas bases, es necesariamente una cuestión de grado que deja intacta su afinidad orgánica. El evangelio según Joaquim de Fiore y el comunismo delineado por Carlos Marx comparten una matriz cultural que los alinea en tiempo de crisis tras una misma concepción de poder social. Entre principados anda el juego, y ellos se comunican dentro de un mismo lenguaje de señales, tropos y símbolos.
Por esta razón es difícil para ambos armar un diálogo hacia la sociedad. Muestro solamente dos incompatibilidades concretas: el lenguaje desencantado del mundo cívico frente al lenguaje encantado de aquellos, y la condición plural de la sociedad cubana frente al monismo comunista y católico.
Y ese monismo a la defensiva decodifica y comparte su lenguaje hacia la sociedad usando los mismos términos morales para atacar la pluralidad, y al mundo llano, marginal e “inculto” de los de abajo cuando intentan articular su voz en el escenario de la sociedad civil. Con una sola diferencia: mientras el Gobierno expresa su desprecio públicamente, la Iglesia Católica lo hace en privado, una vez que se encierra detrás de las costras del templo.
Esto es natural. Puede entenderse como la técnica de autodefensa ante la invasión de la pluralidad, por parte de aquellas minorías más o menos aristocráticas con poca representación social y con mucho poder almacenado.
¿Es perverso este diálogo? En sí mismo no. El diálogo Iglesia Católica-Estado es tan legítimo como cualquier otro. Que la Iglesia busque y defienda su propio espacio de acción religiosa es importante en el mejor sentido: muestra el vigor cultural de las instituciones independientes dentro de Cuba y demuestra que es posible, con paciencia y determinación, hacerse un lugar bajo el cielo cubano; en este caso desde el cielo.
El problema empieza cuando desde su vocación universal, la Iglesia Católica comienza vicariamente a hablar en nombre de todos los que considera hijos de Dios; y según el cristianismo, todos lo somos. Lo que ahora mismo en Cuba está suponiendo una contradicción doctrinal porque la Iglesia Católica está hablando desde el poder, con el poder y hacia el poder, poniendo en déficit el debate por los valores.
Pero en el plano estrictamente confesional esto no tiene legitimidad: no todos los religiosos en Cuba son católicos; en el plano social tampoco: no todos los cubanos somos religiosos; en el plano político menos: la pluralidad de tendencias políticas subyace al suelo diversamente ideológico de nuestra cultura.
De manera que la ambigüedad calculada de la Iglesia al situarse por encima de la política para articular el otro pensamiento único desde la política pervierte su diálogo con las autoridades, si es que este diálogo pretende de algún modo ser representacional.
Este asunto es delicado en Cuba. Tiene que ver con la tradición asociacionista entre el poder y la religión, con la vieja acusación de que en definitiva la Iglesia Católica es escasamente cubana, y con el pulso cultural, también antiguo, entre las sólidas corrientes socio-liberales y el pensamiento parroquial: sea católico o comunista.
En este sentido discrepo ligeramente de algunos críticos laicos de la Iglesia Católica que ven en ciertos actos y posiciones de su jerarquía una cuestión de índole personal. Es cierto que tras la vestidura siempre es mejor visualizar el carácter. Significa esto que lo definitivo en las instituciones humanas suele ser el perfil de sus animadores. Sin embargo, en términos históricos y culturales, resulta engañoso cifrar el destino de determinadas instituciones en la conducta de personas específicas, por muy importantes que sean.
Intento situar lo delicado del asunto en el regreso histórico-cultural al vínculo cada vez más visible entre religión y Estado, que amenaza con colocarnos, desde otro ángulo, en una fase pre-republicana. Ni el documento-guía de la próxima conferencia nacional del Partido Comunista, ni el discurso intelectual de la Iglesia Católica al que he tenido acceso, visualizan la condición republicana de Cuba. Omisión fundamental que atenta contra la igualdad cívica de todos dentro del pueblo ―término que no me gusta pero que es la base que legitima las repúblicas― y frente a las autoridades. Y entiendo que el pueblo de Dios es bastante distinto al pueblo republicano.
Delicado en términos históricos, peligroso en términos políticos. Este diálogo parece seguir las pautas de El Príncipe de Maquiavelo. En él se parte del viejo principio romano de otorgar al César lo que es del César, y a Dios lo que es de Dios. El asiento aristocratizante de este principio tiene varias consecuencias de índole política para una visión republicana, de las cuales quiero destacar dos. La primera: considerar que el poder es legítimo por sí mismo, y que lo único que se puede y debe hacer es aconsejarlo intelectualmente; la segunda: quebrar la espina dorsal de todo Estado moderno cuya legitimidad descansa en los ciudadanos. Y esto tiene una doble subconsecuencia cínica, moral y psicológicamente inaceptable: se entiende que la crítica de valor es la que circula entre principados, y que la capacidad para el cambio solo proviene de las alturas. Entonces los ciudadanos, fundamentos de la soberanía, pueden tener razón y pueden ser lúcidos pero-no-tienen-legitimidad según esta imaginación de claustro: no pertenecen ni a la Iglesia Católica ni al Partido Comunista.
Ello no es pensamiento conservador. Ello es pensamiento francamente reaccionario.

Diálogos perversos (III)
Tercera y última de una serie en tres partes
Manuel Cuesta Morúa, La Habana | 25/11/2011

Este tipo de diálogo perverso ―a estas alturas me parece bueno reiterar la acepción técnica de la perversión: divorcio entre los medios, las intenciones declaradas y la mentalidad― constituye un conflicto fundamental si, y solo si, tiene la pretensión de convertirse en modelo avanzado de un probable diálogo social y político. Solo me interesa reflexionar sobre él en este único sentido. No solo por su impacto político, sino además por su connotación moral, estratégicamente hablando.
Visto fríamente, semejante diálogo tiene un resultado pírrico que es necesario estudiar. En un resultado así los costos del proceso no son solo superiores a los beneficios, sino que debilitan los objetivos estratégicos previstos y dañan la capacidad de los actores para desenvolverse en el futuro. La pregunta que se desprende en una situación tal es: ¿valió la pena?
Y el asunto tiene en Cuba un costo moral para la propia Iglesia porque está rebelando a un sector de las bases católicas. El principio de ese diálogo: al César lo del César y a Dios lo de Dios, no encuentra herramientas públicas desde el catolicismo para responder al hecho de que el César, a quien se le ha entregado lo que supuestamente le pertenece, permite negociar con todo: el cuerpo, el sexo y la moral, que precisamente “pertenecen” a Dios. A punto de descender, dicen algunos católicos, para una mejor contemplación de los hechos.
Un diálogo entre mundos clericales ―el Partido Comunista es también un clero― en el que todo parte del dominio, con exclusión de las definiciones laicisistas y civiles de la sociedad, constituye una especie de contracorriente social en un país que necesita un fuerte impulso liberal en lo político y social en el mercado. Crucial, en términos económicos, porque la dinámica de ese diálogo está abriendo opciones y legitimando solo a las alternativas mercantilistas en economía. Los aplausos exuberantes a las reformas de la vivienda y del automóvil ―dos ámbitos altamente especulativos que fortalecen la fase bursátil de la economía, las burbujas y los lavados y derivados tóxicos, y no la creación de riquezas desde la producción de bienes y servicios― son reflejo de un diálogo que se centra en la tipología Iglesia-Estado, y que no permite una discusión económica moderna sino basada en la concepción rentista de la economía, cara a los mundos clericales.
Para el poder no hay costos. Después de la muerte de su propia ideología, ―que constituye la muerte de su propio dios― al poder solo le interesa lo del César sin importarle lo del dios vivo, excepto si este le cuestiona la naturaleza de su poder. Y aquí no ha llegado el Concilio Vaticano II. Así la sociedad cubana va forjando sus referencias socio-políticas desde los dos poderes con menos influencia social, que representan todo lo pre moderno que pueda existir en política, en una sociedad original y fundamentalmente posmoderna, con su rica diversidad, su creciente individuación, su explosiva multirracialidad y su desencantamiento cívico de la convivencia entre diferentes. Cuando la política, o mejor, lo político, debería reflejar esto último a través de un diálogo llano y posclerical, resulta que se intenta entronizar como referencia el diálogo entre dos actores situados en las antípodas de la Cuba intensa.
A corto plazo parece razonable; a mediano y largo plazos supone una derrota estratégica para las bases posmodernas del Estado y la sociedad cubanas.
Esta lectura de nuestros acontecimientos me ha llevado a repensar el diálogo en Cuba desde la condición más legítima: la de ciudadano.
¿Y reniego del diálogo? No. El diálogo es triplemente importante para una sociedad moderna. Estratégicamente es la única vía para solucionar los conflictos en una forma madura y para estabilizar las ganancias de la sociedad. Culturalmente es el modo de crear las bases de una convivencia civilizada en sociedades raigalmente plurales, y humanamente es la expresión más nítida del respeto que nos debemos todos los seres humanos. No es necesario agregar que apostar por el diálogo en Cuba es aquilatar la única posibilidad de reconstruir, con alguna probabilidad de éxito, el proyecto de nación cubana.
La magnitud de este proceso se ve más de cerca cuando uno observa el tipo psicológico que revela la cultura del diálogo: autocentrado, totalmente empático, de fuste racional, desprejuiciado y con evidente apertura cultural. Requisitos necesarios para diluir las diferencias de mentalidad en una situación compleja, y concentrarse en la básica condición humana detrás de los rasgos idiosincráticos de los demás. Ese es un tipo psicológico maduro, ético antropológicamente, que abunda en contextos democráticos y es raro en naciones totalitarias.
Por supuesto, nada de esto se observa del lado del castrismo, y sin embargo, ¿por qué perseveramos, no obstante la experiencia acumulada, en construirle castillos al error? Debe existir algo más profundo que la tontería autoinfligida para explicar esta tendencia humana.
El error es hijo directo de la racionalidad. Y esta se relaciona con dos elementos esenciales en la acción humana: la propia proyección psicológica en el resto de los seres humanos y la visión general de dicha acción.
Esta racionalidad prestada hizo suponer a un sector de demócratas cubanos que, después de la caída del socialismo real, podría comenzar un proceso gradual en el que el Gobierno cubano iría asumiendo la necesidad de reorientar el curso de las políticas internas en la dirección de lo que es más fundamental: el país. La proliferación de propuestas de diálogo en los años 90 del pasado siglo respondió a esta expectativa racional. Nunca pensamos que el Gobierno fuera demócrata, está claro. No éramos lo suficientemente ignorantes como para pensar que un cambio de mentalidad es posible.
Quienes tienen lecturas sobre psicología profunda, aunque sean superficiales como es mi caso, saben muy bien que la mentalidad no se cambia.
Sí asumimos dos datos, al menos un sector de los dialogueros. Uno: estábamos frente a un gobierno nacionalista que sabría colocar a Cuba por encima de sus evidentes limitaciones personales. Dos: desde este fundamento nacionalista podía construirse un clima y campo de confianzas que derivaran en el reacomodo de las diferencias en un reencuentro político con lo mejor de la tradición cubana. Personalmente agregaba a estos, otro dato: a su manera, el Gobierno cubano estaba firmemente comprometido con una agenda social como eje central de su proyecto político.
El tiempo se encargó de desmentirnos. Y no obstante insistimos en la racionalidad. Porque la teoría del conflicto y la negociación surgida tras la segunda guerra mundial nos enseñó que es posible generar un esquema político basado en el ganar-ganar. Una teoría portentosa para Cuba, donde uno de los temores del poder es aparecer frente al mundo y a sí mismos como derrotados. Pensábamos, y pensamos, que esta teoría del conflicto, opuesta a la visión de la sociedad perfecta, cerraba el camino a la idea de que toda controversia revela una patología social ―un elemento crucial para la cultura mental del castrismo, heredera del viejo integrismo español con su obsesión por la unidad—. Después de todo, los más visibles cantaores del castrismo empezaban a admitir y a cantar que no vivíamos en la mejor de las sociedades posibles. Abono imaginario para nuestras tesis.
Todo un disparate. No solo es imposible generar situaciones de diálogo con mentalidades estrechas y dicotómicas. No solo constituye toda una proyección del deseo imaginar intercambios productivos con quienes inmunizan sus convicciones frente a la crítica racional: inmunización que es la piedra seminal del templo, del fanum, del fanatismo, del fanático.
Resulta además una hipoteca para el futuro de Cuba articular un diálogo político con quienes se dispusieron unir el país a Venezuela; con los que traicionaron para siempre a la clase obrera de Cuba; con aquellos que golpean a mujeres, con quienes prefieren organizar el mercado de la prostitución y se niegan a respetar las otras diversidades; con los que venden el país, en un continuo plattista, a los extranjeros, dejando en la indigencia a la tercera edad; con aquellos que ofrecen el suelo a perpetuidad a gente que no tiene la idea de lo que es Cuba, y se niegan a entregar la tierra en propiedad al campesino; con aquellos que desalojan a familias que llevan más de tres décadas penando por un magro hábitat y se aprestan a construir sun cities sudafricanas en un país marcado por las discriminaciones históricas, y con quienes ahondan con cada paso que dan, su pérdida de credibilidad.
Porque no hay credibilidad en la verdad del Estado, ni en sus gestos, ni en sus actos. No por la factualidad misma de los hechos, sino por el uso que hace de ellos. Hay una parte en toda verdad que no tiene que ver con lo objetivo sino con la intención. Cada verdad múltiple que revela” el Gobierno cubano no supone más sino menos credibilidad para el régimen. La verdad tiene unos fundamentos éticos de enunciación que definen la dimensión moral y ética de los actores: eso es lo que se llama credibilidad. Por esta razón no la pierde necesariamente quien miente sin intención.
¿Se puede dialogar con actores así? Creo que no. Y esto es algo más profundo que negarse a dialogar con el Gobierno porque su fin manifiesto sea no cambiar. Que siempre fue el argumento de la buena y la mala derecha.
Ahora bien. Puedo entender que dialogar con el castrismo se conciba como un mal necesario. Si el camino del infierno está empedrado de buenas intenciones, probablemente lo contrario también sea cierto: el camino del paraíso podría estar, a su vez, empedrado de malas intenciones. No lo sé y sí lo dudo. Pero respeto a quien dialogue con el castrismo y al mismo tiempo logré establecer las bases de un futuro decente para el país. Le admiraré si logra que el diálogo asuma la naturaleza decente de ese país del futuro. Más, si no daña el umbral ético de los hombres y mujeres de bien.

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