Pedro Fraga 16 de octubre de 2011
El siguiente artículo, apareció en el sitio “LIBRO dot.com”, procedido por un prologo inédito, descubierto en 1971, que fue escrito por Orwell, para su libro: “La rebelión en la Granja”.
El artículo, es un análisis de las condiciones imperantes en la época, (1937) en el mundo intelectual, y en el editorial, que es el esfínter comercial del mundo del intelecto.
Thomas S. Khun, escribió en 1962 un libro titulado “La estructura de las revoluciones científicas”. En él, trata de demostrar, cómo el mundo de la ciencia, bloquea la aparición de concepciones nuevas, si debilitan los pilares básicos de la ciencia establecida. Esta cualidad paradigmática, hace que la ciencia vaya a la zaga de sí misma, y que las ideas nuevas, tengan que pujar denodadamente contra el segmento de la cultura humana, que precisamente tiene a su cargo, la tarea de darle la bienvenida.
Si ampliamos el diafragma conceptual, podemos percatarnos, que más que una curiosidad histórica en el acontecer del mundo editorial, el detalle de los contratiempos de Orwell, es la repetición de una debilidad del siquismo humano, que se repite, una y otra vez, en la historia, asumiendo modalidades diferentes.
¿Que impregna a las mentiras, con esa cualidad magnética que atrae, estableciendo una conexión casi indisoluble, a los intelectos privilegiados?
La mentira, por el simple hecho de ser mentira, es más compleja que la verdad. Tiene que auto justificarse, y para ello, es obligatorio rodearla de complicados razonamientos, que difuminen, haciéndola ininteligible, a la realidad.
Fue un niño el que gritó al rey, que creía vestir suntuoso atuendo: ¡Va desnudo! Si hubiere sido un adulto privilegiado, inmune a la debilidad de rendir sumisión al consenso, hubiere gritado: ¡Imbéciles! ¡Va desnudo! En el mundo actual, lo más probable es que el adulto fuere preso, y la corte y su rey, continuaran orondos elogiando su desnudez. En las cosas del pensar, hay veces que la estupidez, se abraza con la ridiculez.
La mayoría de los intelectos privilegiados, son más afines a las mentiras complejas, que a la simple verdad. Son víctimas de la necesidad de ser sinuosos. Se recuperan, solo cuando la realidad, imponiéndose definitivamente, amenaza con asfixiar a la mentira.
George Orwell
Rebelión de la granja
Rebelión en la granja, de George Orwell, fue editado por primera vez por Secker &
Carbura en agosto de 1945, después de haber sido rechazado el original por cuatro editores el Año anterior. En 1971 fue descubierto el manuscrito de un prólogo escrito para este libro y que hasta entonces había permanecido completamente ignorado. Dicho prólogo fue adquirido por el Archivo Orwell de la Universidad de Londres y se publicó posteriormente.
El profesor Bernard Crick, del Birkbeck College de Londres, prueba la autenticidad de dicho prólogo y explica las extrañas y difíciles circunstancias en que fue escrito. Publicamos el trabajo del profesor Crick y,a continuación, el prólogo inédito de Orwell cuyo título es «La libertad de prensa».
Cómo fue escrito el prólogo
Bernard Crick
George Orwell, en su columna «As I Please» del Tribune del 16 de febrero de 1945,
escribía: «Es sabido que la Gestapo tiene equipos de críticos literarios cuya misión es determinar, por medio de análisis y comparaciones estilísticas, la paternidad de los panfletos anónimos. Yo he pensado muchas veces que, aplicada a una buena causa, ésta sería exactamente la clase de trabajo que a mí me gustaría hacer». Recurriendo, pues, a las similitudes de estilo, razonablemente no puede existir duda alguna de que el ensayo inédito recién descubierto y que debía servir de prólogo a Rebelión en la granja fue escrito por el propio Orwell.
Este ensayo fue hallado en mayo de 1971 entre unos libros pertenecientes a Roger Senhouse, antiguo socio de Fred Warburg que fue precisamente el editor de Rebelión en la granja, y en la actualidad se halla en el Archivo Orwell del UniversityCollege de Londres.
Tengo que agradecer mucho a Mrs. Sonia Orwell el haber permitido su publicación, así
como al bibliotecario Mr. Ian Angus su valiosa ayuda en muchos aspectos. Mrs. Orwell,
conociendo mi deseo de escribir un estudio sobre Orwell como escritor político, me permitió ver el original, lo que hizo despertar mi interés en publicarlo añadiéndole algunas aclaraciones sobre sus antecedentes, aunque la historia completa de las dificultades por las que pasó Rebelión en la granja, a causa de sus repercusiones políticas, es algo que explicaré en otra ocasión.
El ensayo está mecanografiado y ocupa ocho hojas en cuarto, escritas a un espacio, bajoel título de «La libertad de prensa», pero no lleva firma alguna. Escrita a lápiz sobre el título, y con letra de Senhouse, consta esta indicación: «Introducción propuesta por George Orwell para la primera edición de Rebelión en la granja». Fred Warburg, que fue quien trató personalmente con Orwell todo lo referente a la publicación del libro, no sabía nada acerca de esta «Introducción». Asimismo, ni Sonia Orwell ni Ian Angus conocían su existencia cuando editaron The Collected Essays. Journalism and Letters of George Orwell (1958). En cuanto a los amigos que Orwell frecuentaba en aquel período, ninguno entre los que he hablado recuerda haberle oído mencionar tal prólogo, excepto uno, el poeta Paul Potts, quien, además de conocerlo, lo hizo imprimir, aunque la copia impresa se extraviara después. Potts tuvo en aquella época una amistad íntima con Orwell, amistad nacida en los momentos que siguieron a la repentina muerte de la primera mujer del escritor. Potts puso en marcha la editorial Whitman Press utilizando una pequeña imprenta significada por sus publicaciones anarquistas; cuando Orwell casi desesperaba de encontrar un editor para su Rebelión en la granja, Potts se ofreció como tal. En su libro Dante Called You Beatrice, Potts dedicó a Orwell un capítulo cuyo título era: «Don Quijote en bicicleta», en el que, con viva memoria, recuerda:
« Por un momento estuve a punto de convertirme en editor de Rebelión en la granja,
tarea que íbamos a llevar a cabo nosotros solos y por nuestros propios medios. Orwell estaba
dispuesto a pagar la impresión utilizando el cupo de papel que se adjudicaba a la Whitman Press.
Estábamos listos para llevarlo a cabo e incluso yo fui dos veces a Bedford con el manuscrito para visitar al impresor. La cuna de John Bunyan parecía ser de buen augurio. Orwell nunca me había hablado del contenido de su libro y por mi parte yo no quería plantear ninguna cuestión que pudiera traslucir un interés como editor. No obstante, él me había dicho que tenía intención de añadir un prólogo sobre la libertad de prensa. Este prólogo no fue solicitado cuando más tarde, en el último momento, Secker & Warburg aceptaron el libro y lo editaron».
Potts recuerda que esto ocurrió durante el verano de 1944 y que después Orwell nunca
más habló del proyectado prólogo.
Pero hay otro hecho. Las primeras pruebas de Rebelión en la granja que se conservan enel Archivo Orwell presentan correcciones hechas de puño y letra por Roger Senhouse. En ellas hay ocho páginas dejadas en blanco, antes del capítulo primero, lo cual hizo que, al mprimirse el libro, hubiera necesidad de volver a numerar todas las páginas. Ello puede significar que el original quedó en la imprenta a la espera de un prólogo que nunca llegó. Esta ausencia pudo ser debida a que el prólogo no fuera escrito, pero también a que lo fuera y a que el autor decidiera no publicarlo por iniciativa propia o tal vez porque le disuadieron de ello. ¡Y al leer dicho prólogo es cuando se adivina por qué! Tengo dos razones para creer que el ensayo fue escrito en la primavera de 1945 y no antes. La primera se basa en que Orwell escribió a Senhouse desde Francia remitiéndole unas correcciones de última hora y lo hizo con fecha del 17 de marzo de 1945. Dichas correcciones tendían a aminorar la cobardía de «Napoleón», el personaje de Rebelión en la granja explícitamente identificado con Stalin, y no aparecen en las primeras pruebas sin fechar que incluyen las páginas en blanco, pero sí se hallan, en cambio, en la primera edición de agosto de 1945. La segunda de las razones afecta a las dimensiones del prólogo, pues el número de páginas sin imprimir no coincide con las que tuvo dicho prólogo una vez terminado.
El ensayo consta de cuatro mil palabras, mientras que no más de 2.800 caben apretadamente en las ocho páginas reservadas, lo cual indica una cifra sospechosamente redondeada dado que nadie sabía el espacio que ocuparía. Ello confirma la tesis de que el ensayo fue escrito posteriormente, esto es, al final de la primavera de 1945 o a principios del verano del mismo año.
(He examinado muchos libros editados por Secker & Warburg en aquel año y ninguno tiene prólogo impreso en un tipo de letra menor que el usado en el texto, cosa que, por lo visto, no era usual en las ediciones de aquella casa.)
Tal vez estoy siendo deliberadamente cauteloso y hasta pedante al recurrir a todos los
testimonios posibles para afirmar que el prólógo, en cuanto a estilo y contenido, no puede ser más que de Orwell. En él resuenan muchos temas que hallamos en sus escritos ocasionalesredactados en 1944. En tanto que periodista, Orwell repetía sus ideas dentro de los más diversos contextos, insistiendo sobre ellas en gran parte porque, al estar persuadido de su certeza, no podía evitar hacerlo. Y existe muy poca relación entre el prólogo mencionado y el pesado y autobiográfico prólogo que redactó para la edición ucraniana de Rebelión en la granja, fechado en marzo de 1947. Las acusaciones que se contienen en este prólogo acerca de la autocensura, de la rusofilia y de la inclinación al totalitarismo de muchos intelectuales franceses puede ser también apreciada en su «London Letter» escrita para la Partisan Review en el verano de 1944, donde insiste sobre el «servilismo de los llamados intelectuales hacia Rusia» y asimismo, frecuentemente —con gran indignación de muchos de sus lectores—, en su columna «As I Please» en el Tribune, de manera especial en la publicada el primero de septiembre de 1944, en la que expone su ira ante la general indiferencia provocada por la batalla de Varsovia (en la que, como es sabido, las tropas alemanas aniquilaron la resistencia polaca ante la pasividad de los rusos detenidos a as puertas de la ciudad). Decía Orwell:
«Ante todo, un aviso a los periodistas ingleses de izquierda y a los intelectuales en
general: recuerden que la deshonestidad y la cobardía siempre se pagan. No vayan a creerse que por años y años pueden estar haciendo de serviles propagandistas del régimen soviético o de otro cualquiera y después pueden volver repentinamente a la honestidad intelectual. Eso es prostitución y nada más que prostitución.»
Y después, una consideración más amplia: nada importa tanto al mundo en este
momento como la amistad anglo-rusa y la cooperación entre los dos países, pero esto no podrá alcanzarse si no hablamos claro y sin rodeos. »
Ardua cuestión esta porque, además de los «compañeros de viaje» —y así consideraba
Orwell en aquel momento a hombres como Victor Gollancz—, no eran pocos los que dudaban de si era prudente ese «hablar claro» a que aludía Orwell, ni siquiera de modo alegórico, tal y como se exponía en Rebelión en la granja.
Gollancz, con quien Orwell estaba ligado por contrato, fue el primero en rechazar el
libro, probablemente sin sorpresa alguna para Orwell, quien, por razones obvias, ni esperaba ni quería que fuera editado por él, pues recordaba su rechazo del original de Homenaje a Cataluña.
«Debo decirle -escribía Orwell a Gollancz que el texto es, creo yo, inaceptable políticamente desde su punto de vista (es anti-Stalin). » Por su parte Gollancz, en una carta del 23 de marzo de 1944, refuta sus alegatos y pide ver el manuscrito. Según la opinión de varios amigos de Orwell, lo que pretendía Gollancz era alertarle sobre la alarma existente entre los editores por las intemperancias de Orwell al hablar con demasiada claridad y sostener que la verdad no es un concepto relativo y dependiente de las circunstancias, pues con todo ello no hacía más que perjudicarse a sí mismo y poner en peligro las relaciones anglo-rusas. Es evidente que con todos estos comentarios aumentaban las habladurías entre editores y escritores acerca de la posición de Orwell, y para aclarar del todo la actitud de Gollancz en este asunto es ciertamente lamentable no poder disponer de sus documentos y cartas.
Orwell, evidentemente, esperaba complicaciones derivadas del contenido de su libro, que empezó a escribir en noviembre de 1943 a poco de haber pedido el cese en la BBC. El 17 de febrero de 1944 escribió al profesor Gleb Struve, que estaba entonces en la Escuela de Estudios Eslavos y Europeo-Orientales en Londres, diciéndole: «Estoy escribiendo un librito que espero le divertirá cuando aparezca, aunque me temo no va a tener el visto bueno político y por ello no estoy seguro de que alguien se atreva a publicarlo. Tal vez por lo que le digo adivine usted el tema». En aquel entonces Orwell había tenido ya dificultades con el New Statesman por unos escritos sobre España y con Gollancz por Homenaje a Cataluña y El camino de Wigan Pier. Al siguiente mes, los problemas surgieron con el Manchester Evening News, para el que había hecho una reseña de un libro de Harold Laski, a quien tachaba de complacencia hacia Stalin. El periódico rechazó la crítica.
No está nada claro todo lo referente al envío del manuscrito a Gollancz y lo que ocurrió después, pero en una carta a Fred Warburg del 13 de junio de 1945 y en otra al agente literario Leonard Moore del 3 de julio del mismo año, da algunas aclaraciones. En ellas alude a que el envío del original a Gollancz era una «pérdida de tiempo», ya que estaba casi seguro de que la obra no sería publicada por el editor, quien, por otra parte, se negaba a considerar a Rebelión en la granja como una novela debido a su brevedad, lo cual no era óbice para recordarle a Orwell la opción preferente que tenía sobre sus dos novelas siguientes. (No deja de ser curioso de qué modo un editor se obstina en retener a un autor cuyos libros no le complacen, aunque todo ello se desarrolle en los tonos más cordiales.)
Fue entonces cuando Orwell visitó a Jonathan Cape, quien, después de leer la novela,
reconoció que era magnífica, pero también que sería impolítico publicarla en aquel momento. La carta que se menciona al comienzo del prólogo es un fragmento de la que le escribió Cape devolviéndole la novela. Es un breve fragmento del original que se guarda entre los documentos de Orwell, pero yo no he obtenido permiso para reproducirla por entero. El resto expresa las esperanzas de Cape de publicar cualquier otra obra de Orwell, por más que éste estaba, como ya hemos dicho, ligado a Gollancz por contrato, si bien este compromiso no era válido para Rebelión en la granja. El famoso comentario hecho por Orwell a T. S. Eliot tildando de estúpida la sugerencia de que «cualquier animal que no fuera el cerdo podía haber sido elegido para representar a los bolcheviques» está completamente justificado, y de la carta de Cape se desprende que éste enseñó el manuscrito a «un importante funcionario» del Ministerio de Información. (Yo tuve que esperar varios años antes de poder leer este informe en los Archivos Oficiales, aunque tal vez esta visión se confirmara en alguna charla de club en la que alguien aludiera a aquel desgarbado inconformista lleno de talento literario.) Y conviene recordar que en 1944 los libros no iban forzosamente a censura. Orwell estaba en lo cierto cuando decía que la censura se la hacían los escritores mismos.
Eliot también estuvo entre los que desaconsejaron la publicación. Mrs. Valerie Eliot
publicó la carta enviada por el poeta en el The Times del 6 de enero de 1969. Esencialmente
Eliot coincidía con los puntos de vista expresados por Cape, aunque el contenido de la carta es muy expresivo con respecto a la calidad literaria de Orwell: «Estamos de acuerdo en que la novela es una destacada obra literaria y que la fábula está muy inteligentemente llevada gracias a una habilidad narrativa que descansa en su propia sencillez, cosa que muy pocos autores habían logrado desde Gulliver». Pero después de este encomio seguían unos párrafos en los cuales dudaba de si «el punto de vista que ofrece es el más apto para criticar en el momento presente la situación política». Eliot se cuida mucho de decir que no existen razones «ni por prudencia ni por cautela» para impedir su publicación pero, por otra parte, ningún director literario de Faber & Faber, incluido el mismo Eliot, estaba dispuesto a dar un informe que aconsejase la publicación.
(Cuán diferente resulta esta postura: de la expuesta por el propio Eliot en sus ensayos de Criterion escritos en 1920, cuando estaba tan cercano a Pound tanto política como poéticamente.)
Más tarde ocurrió el episodio de la Whitman Press, después del cual se produjo la
decisión final de publicarlo tomada por Warburg, respaldado por un caluroso informe de lector emitido por T. R. Fyvel. Ninguno de ellos recuerda nada acerca de un proyectado prólogo, pero Fyvel y otros me indicaron que Orwell no era demasiado comunicativo acerca de los escritos que tenía entre manos, ni siquiera con sus más íntimos amigos. Y por aquel entonces Warburg estaba enfermo o ausente, por lo que el original fue manejado por Senhouse (muchos de cuyos documentos personales fueron destruidos a su muerte; y los impresores también habían inutilizado sus registros). Pero las pruebas más evidentes siguen siendo el libro de Potts, las páginas en blanco, el contenido y el estilo tan característico del ensayo, que el lector podrá juzgar por sí mismo.
La historia completa puede prolongarse un poco más. El 3 de septiembre de 1945 Orwell escribía a un periodista laborista —Frank Barver— en estos términos: «He quedado sorprendido por la amistosa acogida dispensada a Rebelión en la granja después de que la obra estuviera durmiendo por más de un año, ya que ningún editor osaba publicarla antes del término de la guerra». Y el 18 de agosto, en una carta a Herbert Read, le contaba que él había dejado de escribir en Tribune durante su estancia en Francia, «y no he reanudado mi colaboración porque Bevan está aterrorizado temiendo se produzca un gran revuelo en torno a Rebelión en la granja, tanto más si el libro aparece antes de las elecciones como en un principio estaba previsto».
He querido recoger estas dos manifestaciones a falta de otras más evidentes. Ciertamente, el libro no estuvo «durmiendo» un año en las imprentas por las causas que indica Orwell, pues él mismo, en carta a Eliot del 5 de septiembre de 1944, decía: «Warburg está dispuesto a lanzar mi libro, pero no es probable que lo pueda hacer hasta él próximo año a causa de la escasez de papel». Y en otras cartas cruzadas entre Orwell y su primera mujer y entre él y su agente editorial —que se conservan en la Colección Berg, de Nueva York—, se habla de las complicaciones surgidas para la firma del contrato de edición, dificultades que se prolongaron hasta marzo de 1945. Todo ello hace suponer que Orwell pudo tener efectivamente su libro «durmiendo» durante un año, pero voluntariamente y a causa de las primeras dificultades surgidas al intentar editar lo que sería su obra maestra, tanto política como literaria.
En el inédito prólogo, Orwell mismo expresa las razones del retraso, fundadas en un
ambiente en el que «los liberales le tienen miedo a la libertad y los intelectuales no vacilan en mancillar la inteligencia», aunque yo, personalmente, no crea en esta excesiva influencia. Tal vez ahora seamos más tolerantes con las opiniones discordantes y algunas veces, por desgracia, más indiferentes, pero es difícil reconstruir unas circunstancias en las que personas como Eliot y Gollancz llegaran a practicar la misma clase de autocensura. Por toda esta serie de circunstancias el prólogo de Orwell es destemplado -y recordemos cuán equilibrado, responsable y prudente era el autor-, pero él era consciente de su actitud y tal vez ello le hiciera renunciar a hacer patente esta destemplanza en la introducción a Rebelión en la granja. La fábula hubiera podido mermar su validez universal reduciéndose a un ataque directo y personal contra Stalin y, por otra parte, la validez de sus reflexiones sobre la corrupción que engendra el poder hubiera podido aparecer como el reflejo de una querella interna entre ingleses. Apareciendo tal y como apareció, Rebelión en la granja queda como un mensaje abierto, universal. Yo leí por vez primera la novela a los quince años y mi hijo mayor a los once, pues es una obra sin limitación de edades, pero dudo que a cualquiera de nosotros le hubiera conmovido tanto un mensaje si hubiera ido acompañado de una explícita introducción política. Y tal vez Orwell mismo se dio cuenta en el último momento de que las ideas contenidas en dicha introducción ya las había expuesto de modo fragmentario y
disperso en otros escritos y en otras circunstancias.
«La libertad de prensa» no es en modo alguno expresión de una polémica superada y
pasada de moda. Su contenido incide sobre uno de los temas más profundos y constantes en la labor periodística de Orwell, y algunas de sus ideas se cuentan entre las más originales e
imaginativas jamás expuestas en habla inglesa sobre la política. Orwell sostiene que la cobardía es una amenaza tan grande para la libertad como la autocensura: «Libertad —decía Orwell en frase memorable— significa el derecho a decirle a la gente lo que no quiere oír». Y él se dedicó a esta tarea con todas sus fuerzas.
Aunque este prólogo no pueda situarse entre los mejores por él escritos, es sin duda uno de los más significativos. Es evidente que, en los últimos tiempos de su vida, Orwell no sintió deseos de atacar a aquellos que dificultaron la aparición de su libro o a los que no apreciaron su genialidad. El fulminante éxito de su obra y su traducción a no menos de dieciséis idiomas, antes de que Orwell falleciera, puso en evidencia a sus enemigos y le llevó a ser considerado en vida como el más grande satírico desde Swift y uno de los mejores periodistas y ensayistas desde Hazlitt.
La libertad de prensa
George Orwell
Este libro fue pensado hace bastante tiempo. Su idea central data de 1937, pero su
redacción no quedó terminada hasta finales de 1943. En la época en que se escribió, era
obvio que encontraría grandes dificultades para editarse (a pesar de que la escasez de libros
existentes garantizaba que cualquier volumen impreso se vendería) y, efectivamente, el libro
fue rechazado por cuatro editores. Tan sólo uno de ellos lo hizo por motivos ideológicos;
otros dos habían publicado libros anti rusos durante años y el cuarto carecía de ideas
políticas definidas. Uno de ellos estaba decidido a lanzarlo pero, después de un primer
momento de acuerdo, prefirió consultar con el Ministerio de Información que, al parecer, le
había avisado y hasta advertido severamente sobre su publicación. He aquí un extracto de
una carta del editor, en relación con la consulta hecha:
«Me refiero a la reacción que he observado en un importante funcionario del
Ministerio de Información con respecto a Rebelión en la granja. Tengo que confesar que su
opinión me ha dado mucho que pensar... Ahora me doy cuenta de cuán peligroso puede ser el publicarlo en estos momentos porque, si la fábula estuviera dedicada a todos los dictadores y a todas las dictaduras en general, su publicación no estaría mal vista, pero la trama sigue tan fielmente el curso histórico de la Rusia de los Soviets y de sus dos dictadores que sólo puede aplicarse a aquel país, con exclusión de cualquier otro régimen dictatorial. Y otra cosa: sería menos ofensiva si la casta dominante que aparece en la fábula no fuera la de los cerdos.*
Creo que la elección de estos animales puede ser ofensiva y de modo especial para quienes sean un poco susceptibles, como es el caso de los rusos. »
* No está claro quién ha sugerido esta modificación, si es idea propia del Sr. X... o si
proviene del propio Ministerio. Pero parece tener marchamo oficial. (Nota de G. Orwell.)
Asuntos de esta clase son siempre un mal síntoma. Como es obvio, nada es menos
deseable que un departamento ministerial tenga facultades para censurar libros (excepción
hecha de aquellos que afecten a la seguridad nacional, cosa que, en tiempo de guerra, no
puede merecer objeción alguna) que no estén patrocinados oficialmente. Pero el mayor
peligro para la libertad de expresión y de pensamiento no proviene de la intromisión directa
del Ministerio de Información o de cualquier organismo oficial. Si los editores y los
directores de los periódicos se esfuerzan en eludir ciertos temas no es por miedo a una
denuncia: es porque le temen a la opinión pública. En este país, la cobardía intelectual es el
peor enemigo al que han de hacer frente periodistas y escritores en general. Es éste un hecho
grave que, en mi opinión, no ha sido discutido con la amplitud que merece.
Cualquier persona cabal y con experiencia periodística tendrá que admitir que,
durante esta guerra, la censura oficial no ha sido particularmente enojosa. No hemos estado
sometidos a ningún tipo de «orientación» o «coordinación» de carácter totalitario, cosa que
hasta hubiera sido razonable admitir, dadas las circunstancias. Tal vez la prensa tenga
algunos motivos de queja justificados pero, en conjunto, la actuación del gobierno ha sido
correcta y de una clara tolerancia para las opiniones minoritarias. El hecho más lamentable
en relación con la censura literaria en nuestro país ha sido principalmente de carácter
voluntario. Las ideas impopulares, según se ha visto, pueden ser silenciadas y los hechos
desagradables ocultarse sin necesidad de ninguna prohibición oficial. Cualquiera que haya
vivido largo tiempo en un país extranjero podrá contar casos de noticias sensacionalistas que
ocupaban titulares y acaparaban espacios incluso excesivos para sus méritos. Pues bien,
estas mismas noticias son eludidas por la prensa británica, no porque el gobierno las
prohíba, sino porque existe un acuerdo general y tácito sobre ciertos hechos que «no
deben» mencionarse. Esto es fácil de entender mientras la prensa británica siga tal como
está: muy centralizada y propiedad, en su mayor parte, de unos pocos hombres
adinerados que tienen muchos motivos para no ser demasiado honestos al tratar ciertos
temas importantes. Pero esta misma clase de censura velada actúa también sobre los
libros y las publicaciones en general, así como sobre el cine, el teatro y la radio. Su
origen está claro: en un momento dado se crea una ortodoxia, una serie de ideas que son
asumidas por las personas bien pensantes y aceptadas sin discusión alguna. No es que se
prohíba concretamente decir «esto» o «aquello», es que «no está bien» decir ciertas
cosas, del mismo modo que en la época victoriana no se aludía a los pantalones en
presencia de una señorita. Y cualquiera que ose desafiar aquella ortodoxia se encontrará
silenciado con sorprendente eficacia. De ahí que casi nunca se haga caso a una opinión
realmente independiente ni en la prensa popular ni en las publicaciones minoritarias e
intelectuales.
En este instante, la ortodoxia dominante exige una admiración hacia Rusia sin
asomo de crítica. Todo el mundo está al cabo de la calle de este hecho y, por
consiguiente, todo el mundo actúa en consonancia. Cualquier crítica seria al régimen
soviético, cualquier revelación de hechos que el gobierno ruso prefiera mantener ocultos,
no saldrá a la luz. Y lo peor es que esta conspiración nacional para adular a nuestro
aliado se produce a pesar de unos probados antecedentes de tolerancia intelectual muy
arraigados entre nosotros. Y así vemos, paradójicamente, que no se permite criticar al
gobierno soviético, mientras se es libre de hacerlo con el nuestro. Será raro que alguien
pueda publicar un ataque contra Stalin, pero es muy socorrido atacar a Churchill desde
cualquier clase de libro o periódico. Y en cinco años de guerra -durante dos o tres de los
cuales luchamos por nuestra propia supervivencia- se escribieron incontables libros, artículos y panfletos que abogaban, sin cortapisa alguna, por llegar a una paz de
compromiso, y todos ellos aparecieron sin provocar ningún tipo de crítica o censura.
Mientras no se tratase de comprometer el prestigio de la Unión Soviética, el principio de
libertad de expresión ha podido mantenerse vigorosamente. Es cierto que existen otros
temas proscritos, pero la actitud hacia la URSS es el síntoma más significativo. Y tiene
unas características completamente espontáneas, libres de la influencia de cualquier
grupo de presión.
El servilismo con el que la mayor parte de la intelligentsia británica se ha tragado
y repetido los tópicos de la propaganda rusa desde 1941 sería sorprendente, si no fuera
porque el hecho no es nuevo y ha ocurrido ya en otras ocasiones. Publicación tras
publicación, sin controversia alguna, se han ido aceptando y divulgando los puntos de vista
soviéticos con un desprecio absoluto hacia la verdad histórica y hacia la seriedad intelectual.
Por citar sólo un ejemplo: la BBC celebró el XXV aniversario de la creación del Ejército
Rojo sin citar para nada a Trotsky, lo cual fue algo así como conmemorar la batalla de
Trafalgar sin hablar de Nelson. Y, sin embargo, el hecho no provocó la más mínima protesta
por parte de nuestros intelectuales. En las luchas de la Resistencia de los países ocupados por
los alemanes, la prensa inglesa tomó siempre partido al lado de los grupos apoyados por
Rusia, en tanto que las otras facciones eran silenciadas (a veces con omisión de hechos
probados) con vistas a justificar esta postura. Un caso particularmente demostrativo fue el
del coronel Mijáilovich, líder de los chetniks yugoslavos. Los rusos tenían su propio
protegido en la persona del mariscal Tito y acusaron a Mijáilovich de colaboración con los
alemanes. Esta acusación fue inmediatamente repetida por la prensa británica. A los
partidarios de Mijáilovich no se les dio oportunidad alguna para responder a estas
acusaciones e incluso fueron silenciados hechos que las rebatían, impidiendo su publicación.
En julio de 1943 los alemanes ofrecieron una recompensa de 100.000 coronas de oro por la
captura de Tito y otra igual por la de Mijáilovich. La prensa inglesa resaltó mucho lo
ofrecido por Tito, mientras sólo un periódico (y en letra menuda) citaba la ofrecida por
Mijáilovich. Y, entre tanto, las acusaciones por colaboracionismo eran incesantes... Hechos
muy similares ocurrieron en España durante la Guerra Civil. También entonces los grupos
republicanos a quienes los rusos habían decidido eliminar fueron acusados entre la
indiferencia de nuestra prensa de izquierdas; y cualquier escrito en su defensa, aunque fuera
una simple carta al director, vio rechazada su publicación. En aquellos momentos no sólo se
consideraba reprobable cualquier tipo de crítica hacia la URSS, sino que incluso se mantenía
secreta. Por ejemplo: Trotsky había escrito poco antes de morir una biografía de Stalin. Es de suponer que, si bien no era una obra totalmente imparcial, debía ser publicable y, en
consecuencia, vendible. Un editor americano se había hecho cargo de su publicación y el
libro estaba ya en prensa. Creo que habían sido ya corregidas las pruebas, cuando la URSS
entró en la guerra mundial. El libro fue inmediatamente retirado. Del asunto no se dijo ni una
sola palabra en la prensa británica, aunque la misma existencia del libro y su supresión eran
hechos dignos de ser noticia.
Creo que es importante distinguir entre el tipo de censura que se imponen
voluntariamente los intelectuales ingleses y la que proviene de los grupos de presión. Como
es obvio, existen ciertos temas que no deben ponerse en tela de juicio a causa de los intereses
creados que los rodean. Un caso bien conocido es el tocante a los médicos sin escrúpulos.
También la Iglesia Católica tiene considerable influencia en la prensa, una influencia capaz
de silenciar muchas críticas. Un escándalo en el que se vea mezclado un sacerdote católico es algo a lo que nunca se dará publicidad, mientras que si el mismo caso ocurre con uno
anglicano, es muy probable que se publique en primera página, como ocurrió con el caso del
rector de Stiffkey. Asimismo, es muy raro que un espectáculo de tendencia anticatólica
aparezca en nuestros escenarios o en nuestras pantallas. Cualquier actor puede atestiguar que
una obra de teatro o una película que se burle de la Iglesia Católica se exponen a ser
boicoteados desde los periódicos y condenados al fracaso. Pero esta clase de hechos son
comprensibles y además inofensivos. Toda gran organización cuida de sus intereses lo mejor
que puede y, si ello se hace a través de una propaganda descubierta, nada hay que objetar.
Uno no debe esperar que el Daily Worker publique algo desfavorable para la URSS, ni que el Catholic Herald hable mal del Papa. Esto no puede extrañar a nadie, pero lo que sí es
inquietante es que, dondequiera que influya la URSS con sus especiales maneras de actuar,
sea imposible esperar cualquier forma de crítica inteligente ni honesta por parte de escritores
de signo liberal inmunes a todo tipo de presión directa que pudiera hacerles falsear sus
opiniones. Stalin es sacrosanto y muchos aspectos de su política están por encima de toda
discusión. Es una norma que ha sido mantenida casi universalmente desde 1941 pero que
estaba orquestada hasta tal punto, que su origen parecía remontarse a diez años antes. En
todo aquel tiempo las críticas hacia el régimen soviético ejercidas desde la izquierda tenían
muy escasa audiencia. Había, sí, una gran cantidad de literatura antisoviética, pero casi toda
procedía de zonas conservadoras y era claramente tendenciosa, fuera de lugar e inspirada por
sórdidos motivos. Por el lado contrario hubo una producción igualmente abundante, y casi
igualmente tendenciosa, en sentido pro ruso, que comportaba un boicot a todo el que tratara
de discutir en profundidad cualquier cuestión importante.
Desde luego que era posible publicar libros anti rusos, pero hacerlo equivalía a
condenarse a ser ignorado por la mayoría de los periódicos importantes. Tanto pública como
privadamente se vivía consciente de que aquello «no debía» hacerse y, aunque se arguyera
que lo que se decía era cierto, la respuesta era tildarlo de «inoportuno» y «al servicio de»
intereses reaccionarios. Esta actitud fue mantenida apoyándose en la situación internacional
y en la urgente necesidad de sostener la alianza anglo rusa; pero estaba claro que se trataba
de una pura racionalización. La gran mayoría de los intelectuales británicos había estimulado
una lealtad de tipo nacionalista hacia la Unión Soviética y, llevados por su devoción hacia
ella, sentían que sembrar la duda sobre la sabiduría de Stalin era casi una blasfemia.
Acontecimientos similares ocurridos en Rusia y en otros países se juzgaban según distintos
criterios. Las interminables ejecuciones llevadas a cabo durante las purgas de 1936 a 1938
eran aprobadas por hombres que se habían pasado su vida oponiéndose a la pena capital, del
mismo modo que, si bien no había reparo alguno en hablar del hambre en la India, se silenciaba la que padecía Ucrania. Y si todo esto era evidente antes de la guerra, esta atmósfera intelectual no es, ahora, ciertamente mejor.
Volviendo a mi libro, estoy seguro de que la reacción que provocará en la mayoría
de los intelectuales ingleses será muy simple: «No debió ser publicado». Naturalmente, estos
críticos, muy expertos en el arte de difamar, no lo atacarán en -el terreno político, sino en el
intelectual. Dirán que es un libro estúpido y tonto y que su edición no ha sido más que un
despilfarro de papel. Y yo digo que esto puede ser verdad, pero no «toda la verdad» del
asunto. No se puede afirmar que un libro no debe ser editado tan sólo porque sea malo.
Después de todo, cada día se imprimen cientos de páginas de basura y nadie le da
importancia. La intelligentsia británica, al menos en su mayor parte, criticará este libro
porque en él se calumnia a su líder y con ello se perjudica la causa del progreso. Si se tratara
del caso inverso, nada tendrían que decir aunque sus defectos literarios fueran diez veces
más patentes. Por ejemplo, el éxito de las ediciones del Left Book Club durante cinco años
demuestra cuán tolerante se puede llegar a ser en cuanto a la chabacanería y a la mala
literatura que se edita, siempre y cuando diga lo que ellos quieren oír.
El tema que se debate aquí es muy sencillo: ¿Merece ser escuchado todo tipo de
opinión, por impopular que sea? Plantead esta pregunta en estos términos y casi todos los
ingleses sentirán que su deber es responder: «Sí». Pero dadle una forma concreta y
preguntad: ¿Qué os parece si atacamos a Stalin? ¿Tenemos derecho a ser oídos? Y la
respuesta más natural será: «No». En este caso, la pregunta representa un desafío a la opinión ortodoxa reinante y, en consecuencia, el principio de libertad de expresión entra en crisis. De todo ello resulta que, cuando en estos momentos se pide libertad de expresión, de hecho no se pide auténtica libertad. Estoy de acuerdo en que siempre habrá o deberá haber un cierto grado de censura mientras perduren las sociedades organizadas. Pero «libertad», como dice Rosa Luxemburg, es «libertad para los demás». Idéntico principio contienen las
palabras de Voltaire: «Detesto lo que dices, pero defendería hasta la muerte tu derecho a
decirlo». Si la libertad intelectual ha sido sin duda alguna uno de los principios básicos
de la civilización occidental, o no significa nada o significa que cada uno debe tener
pleno derecho a decir y a imprimir lo que él cree que es la verdad, siempre que ello no
impida que el resto de la comunidad tenga la posibilidad de expresarse por los mismos
inequívocos caminos. Tanto la democracia capitalista como las versiones occidentales
del socialismo han garantizado hasta hace poco aquellos principios. Nuestro gobierno
hace grandes demostraciones de ello. La gente de la calle -en parte quizá porque no está
suficientemente imbuida de estas ideas hasta el punto de hacerse intolerante en su
defensa- sigue pensando vagamente en aquello de: «Supongo que cada cual tiene derecho
a exponer su propia opinión». Por ello incumbe principalmente a la intelectualidad
científica y literaria el papel de guardián de esa libertad que está empezando a ser
menospreciada en la teoría y en la práctica.
Uno de los fenómenos más peculiares de nuestro tiempo es el que ofrece el
liberal renegado.
Los marxistas claman a los cuatro vientos que la «libertad burguesa» es una
ilusión, mientras una creencia muy extendida actualmente argumenta diciendo que la
única manera de defender la libertad es por medio de métodos totalitarios. Si uno ama la
democracia, prosigue esta argumentación, hay que aplastar a los enemigos sin que
importen los medios utilizados. ¿Y quiénes son estos enemigos? Parece que no sólo son
quienes la atacan abierta y concienzudamente, sino también aquellos que
«objetivamente» la perjudican propalando doctrinas erróneas. En otras palabras:
defendiendo la democracia acarrean la destrucción de todo pensamiento independiente.
Éste fue el caso de los que pretendieron justificar las purgas rusas. Hasta el más ardiente
rusófilo tuvo dificultades para creer que todas las víctimas fueran culpables de los cargos
que se les imputaban. Pero el hecho de haber sostenido opiniones heterodoxas
representaba un perjuicio para el régimen y, por consiguiente, la masacre fue un hecho
tan normal como las falsas acusaciones de que fueron víctimas. Estos mismos
argumentos se esgrimieron para justificar las falsedades lanzadas por la prensa de
izquierdas acerca de los trotskistas y otros grupos republicanos durante la Guerra Civil
española. Y la misma historia se repitió para criticar abiertamente el hábeas corpus
concedido a Mosley cuando fue puesto en libertad en 1943.
Todos los que sostienen esta postura no se dan cuenta de que, al apoyar los métodos
totalitarios, llegará un momento en que estos métodos serán usados «contra» ellos y río
«por» ellos. Haced una costumbre del encarcelamiento de fascistas sin juicio previo y tal vez
este proceso no se limite sólo a los fascistas. Poco después de que al Daily Worker le fuera
levantada la suspensión, hablé en un College del sur de Londres. El auditorio estaba formado
por trabajadores y profesionales de la baja clase media, poco más o menos el mismo tipo de
público que frecuentaba las reuniones del Left Book Club. Mi conferencia trataba de la
libertad de prensa y, al término de la misma y ante mi asombro, se levantaron varios
espectadores para preguntarme «si en mi opinión había sido un error levantar la prohibición
que impedía la publicación del Daily Worker». Hube de preguntarles el porqué y todos dijeron que «era un periódico de dudosa lealtad y por tanto no debía tolerarse su publicación en tiempo de guerra». El caso es que me encontré defendiendo al periódico que más de una vez se había salido de sus casillas para atacarme. ¿Dónde habían aprendido aquellas gentes
puntos de vista tan totalitarios? Con toda seguridad debieron aprenderlos de los mismos
comunistas.
La tolerancia y la honradez intelectual están muy arraigadas en Inglaterra, pero no
son indestructibles y si siguen manteniéndose es, en buena parte, con gran esfuerzo. El
resultado de predicar doctrinas totalitarias es que lleva a los pueblos libres a confundir lo que
es peligroso y lo que no lo es. El caso de Mosley es, a este efecto, muy ilustrativo. En 1940
era totalmente lógico internarlo, tanto si era culpable como si no lo era. Estábamos entonces
luchando por nuestra propia existencia y no podíamos tolerar que un posible colaboracionista anduviera suelto. En cambio, mantenerlo encarcelado en 1943, sin que mediara proceso alguno, era un verdadero ultraje. La aquiescencia general al aceptar este hecho fue un mal síntoma, aunque es cierto que la agitación contra la liberación de Mosley fue en gran parte ficticia y, en menor parte, manifestación de otros motivos de descontento. ¡Sin embargo, cuán evidente resulta, en el actual deslizamiento hacia los sistemas fascistas, la huella de los antifascismos de los últimos diez años y la falta de escrúpulos por ellos acuñada!
Es importante constatar que la corriente rusófila es sólo un síntoma del
debilitamiento general de la tradición liberal. Si el Ministerio de Información hubiera vetado
definitivamente la publicación de este libro, la mayoría de los intelectuales no hubiera visto
nada inquietante en todo ello. La lealtad exenta de toda crítica hacia la URSS pasa a
convertirse en ortodoxia, y, dondequiera que estén en juego los intereses soviéticos, están
dispuestos no sólo a tolerar la censura sino a falsificar deliberadamente la Historia. Por
citar sólo un caso. A la muerte de John Reed, el autor de Diez días que conmovieron al
mundo -un relato de primera mano de las jornadas claves de la Revolución rusa-, los
derechos del libro pasaron a poder del Partido Comunista británico, a quien el autor,
según creo, los había legado. Algunos años más tarde, los comunistas ingleses
destruyeron en gran parte la edición original, lanzando después una versión amañada en
la que omitieron las menciones a Trotsky así como la introducción escrita por el propio
Lenin. Si hubiera existido una auténtica intelectualidad liberal en Gran Bretaña, este acto
de piratería hubiera sido expuesto y denunciado en todos los periódicos del país. La
realidad es que las protestas fueron escasas o nulas. A muchos, aquello les pareció la
cosa más natural. Esta tolerancia que llega a lo indecoroso es más significativa aún que
la corriente de admiración hacia Rusia que se ha impuesto en estos días. Pero
probablemente esta moda no durará. Preveo que, cuando este libro se publique, mi visión
del régimen soviético será la más comúnmente aceptada. ¿Qué puede esto significar?
Cambiar una ortodoxia por otra no supone necesariamente un progreso, porque el
verdadero enemigo está en la creación de una mentalidad «gramofónica» repetitiva, tanto
si se está como si no de acuerdo con el disco que suena en aquel momento.
Conozco todos los argumentos que se esgrimen contra la libertad de expresión y
de pensamiento, argumentos que sostienen que no «debe» o que no «puede» existir. Yo,
sencillamente, respondo a todos ellos diciéndoles que no me convencen y que nuestra
civilización está basada en la coexistencia de criterios opuestos desde hace más de 400
años. Durante una década he creído que el régimen existente en Rusia era una cosa
perversa y he reivindicado mi derecho a decirlo, a pesar de que seamos aliados de los
rusos en una guerra que deseo ver ganada. Si yo tuviera que escoger un texto para
justificarme a mí mismo elegiría una frase de Milton que dice así: «Por las conocidas
normas de la vieja libertad».
La palabra vieja subraya el hecho de que la libertad intelectual es una tradición
profundamente arraigada sin la cual nuestra cultura occidental dudosamente podría
existir. Muchos intelectuales han dado la espalda a esta tradición, aceptando el principio
de que una obra deberá ser publicada o prohibida, loada o condenada, no por sus méritos
sino según su oportunidad ideológica o política. Y otros, que no comparten este punto de
vista, lo aceptan, sin embargo, por cobardía. Un buen ejemplo de esto lo constituye el
fracaso de muchos pacifistas incapaces de elevar sus voces contra el militarismo ruso. De
acuerdo con estos pacifistas, toda violencia debe ser condenada, y ellos mismos no han
vacilado en pedir una paz negociada en los más duros momentos de la guerra. Pero,
¿cuándo han declarado que la guerra también es censurable aunque la haga el Ejército
Rojo? Aparentemente, los rusos tienen todo su derecho a defenderse, mientras nosotros, si
lo hacemos, caemos en pecado mortal. Esta contradicción sólo puede explicarse por la
cobardía de una gran parte de los intelectuales ingleses cuyo patriotismo, al parecer, está
más orientado hacia la URSS que hacia la Gran Bretaña.
Conozco muy bien las razones por las que los intelectuales de nuestro país
demuestran su pusilanimidad y su deshonestidad; conozco por experiencia los argumentos
con los que pretenden justificarse a sí mismos. Pero, por eso mismo, sería mejor que
cesaran en sus desatinos intentando defender la libertad contra el fascismo. Si la libertad
significa algo, es el derecho de decirles a los demás lo que no quieren oír. La gente sigue
vagamente adscrita a esta doctrina y actúa según ella le dicta. En la actualidad, en nuestro
país —y no ha sido así en otros, como en la republicana Francia o en los Estados Unidos
de hoy— los liberales le tienen miedo a la libertad y los intelectuales no vacilan en
mancillar la inteligencia: es para llamar la atención sobre estos hechos por lo que he escrito
este prólogo.
No hay comentarios:
Publicar un comentario