Bola: cien años
Ciro Bianchi Ross •10 de Septiembre del 2011 20:42:28 CDT
Hoy se cumplen cien años justos del nacimiento de Bola de Nieve. Hace
poco —25 de abril— asimismo se cumplió el centenario del natalicio del
caricaturista Juan David. Por esas cosas de la vida, o de la muerte,
tienen lugar también en este año aniversarios cerrados de sus decesos.
David murió en La Habana el 8 de agosto de 1981, hace 30 años, y Bola,
en México, el 2 de octubre de 1971, hace ahora cuatro décadas. A los
dos los conocí y traté —más al caricaturista que al intérprete y
compositor—. Y a los dos los entrevisté. Tengo el triste privilegio de
que David me concediera su última entrevista. Tan postrera que el
artista no llegó a verla publicada. Un sábado de mañana revisaba yo en
la redacción de la revista Unión, que la publicaría, las pruebas de la
entrevista en cuestión, cuando el poeta Nicolás Guillén anunció la
triste nueva del fallecimiento del artista. A Bola lo entrevisté meses
antes de su fallecimiento; no creo que fuera la última entrevista que
concedió.
Aunque uno siempre se rebela o se niega a aceptar la posibilidad de la
muerte de los que quiere, el deceso de Juan David era ya para entonces
más o menos esperado. Tuvo la alegría de participar en el homenaje
nacional que se le tributó por sus 70 años y viajó después a Bulgaria.
Regresó herido de muerte. La falta de aire se le hacía angustiosa y
mientras los médicos lo achacaban a un recrudecimiento de su dolencia
cardiaca, se descubrió el mal inevitable: un cáncer de pulmón que lo
mató en pocas semanas. Había fumado como un loco y el cigarrillo
terminó pasándole la cuenta.
La muerte de Bola de Nieve resultó, en cambio, sorpresiva. Que se
supiera, al menos, no estaba enfermo. Eran los tiempos en los que, a
causa del aislamiento político que padecía Cuba, para viajar desde La
Habana a cualquier país latinoamericano, había que volar primero a
México. Bola recibiría un homenaje en Perú y debía abordar en la
capital azteca el avión hacia Lima. Visitar a México lo entusiasmaba
siempre; era el escenario de sus primeros éxitos y allí, como
usualmente lo hacía, se alojó en la casa de su amigo, el ingeniero
Luis Medina. Se había retirado ya a la habitación que en aquella casa
se le destinaba cuando la muerte le pidió una cita irrecusable.
Finalizaba la «alegría terrestre» de Bola de Nieve; se silenciaba su
«corazón sonoro». Dormía y se quedó dormido para siempre.
«Yo quiero que me entierren en Guanabacoa», dijo en cierta ocasión a
la prensa. Sus restos se trajeron a Cuba y el pueblo los acompañó
hasta el pequeño cementerio de su villa natal. «Con la melodía de su
más popular canción de cuna —escribió Miguel Barnet—, el féretro
descendió a la tierra cubana, pero quedó en el aire aquel timbre seco,
aquella ronquera ancestral, aquel canto antiguo». Porque Bola de
Nieve, lo dijo él mismo muchas veces, tenía voz de persona.
Con relación a esto, me dijo en la entrevista aludida: «Escojo por
placer las canciones que interpreto. Cuando me gusta una canción la
estudio hasta averiguar todos sus rincones que pueda tener en su letra
y en su música. Muy de tarde en tarde lanzo una canción, y cuando lo
hago ya es mía para siempre.
«Cuando la canción que yo canto me gusta más en otra voz, la saco de
mi repertorio, que no es tan amplio. Tengo esa pretensión, un poquito
petulante.
«Siempre he dicho que yo no canto, sino que expreso lo que las
canciones, pregones o poemas musicalizados tienen dentro. Cultivo la
expresión más que la impresión. No me interesa impresionar. Lo que me
interesa es tocar la sensibilidad del que escucha».
Diría Nicolás Guillén al despedirlo junto a la tumba recién cerrada:
«Bola quedará en la historia y en lo más poético, en la leyenda, allí
donde la historia sea impotente para explicárnoslo».
No busca, encuentra
Fue Inés, la madre de un niño gordo llamado Ignacio Jacinto Villa
Fernández y al que todo el mundo conocería con el sobrenombre de Bola
de Nieve, la que lo embulló para que matriculara teoría y solfeo con
el maestro Gerardo Guanche y piano en el conservatorio Matéu, de
Guanabacoa. Con Mamaquica, la abuela, y Domingo, el padre, la casa de
Bola era, escribe Barnet, un modelo de cubanía; una casa aureolada por
la figura ya legendaria de Inés Fernández, la alegre bailadora de
rumba, cuentera maravillosa, amiga de músicos, escritores y pintores,
anfitriona ejemplar de fiestas que terminaban siempre en una rumba de
cajón, que empezaba en la cocina y se deslizaba por el patio
atravesando las 11 habitaciones del inmueble. Es la madre la que
inculca a Ignacio Jacinto la pasión por la música, mientras que de su
padre, cocinero, hereda el gusto por la cocina cubana.
Pero aquel niño debe ayudar al sostenimiento de la casa. Para hacerlo
reparte cantinas de comida a domicilio y es ahí cuando los muchachos
del barrio empiezan a apodarle Bola de Nieve, lo que enfurece a
Ignacio Jacinto. El mismo nombrete con el que, no sin maldad, la
cantante Rita Montaner, también guanabacoense, lo lanzará al mundo
desde un escenario mexicano, en 1933.
Ya para entonces Bola ha recorrido la áspera escuela de la vida. Lo
que se dice estudiar, estudió poco piano. No estudiaba, aprendía; no
buscaba, encontraba. El trabajo lo ayudó a llenar los vacíos de su
formación. Supo hacerse de un repertorio adecuado al timbre áspero de
su voz, y de María Cervantes, su mayor y verdadera influencia, dicen
especialistas, tomó elementos rítmicos y la forma de acompañarse al
piano. Animó películas silentes en el cine Carral, de Guanabacoa, y no
demoró en ser contratado como pianista de la orquesta de Gilberto
Valdés, que se presentaba en el cabaret La Verbena. Trabajó con la
soprano Zoila Gálvez y respaldó a Rita por primera vez en el Roof
Garden del Hotel Sevilla. Ella interpretaría allí El manisero, de
Moisés Simons, y Siboney, de Ernesto Lecuona.
«La ayuda que le brindó Ernesto Lecuona fue decisiva en la carrera de
Bola —afirma Miguel Barnet—. Fue el autor de Siboney quien lo trajo de
México y lo impulsó para que actuara para el gran público en Cuba.
Bola… se encontraba dudoso de enfrentarse al público de su país.
Lecuona lo convenció, seguro como estaba de que Bola era posesión y
dominio de su arte».
Monseñor
Elogios recogió muchos a lo largo de su vida artística. El chileno
Pablo Neruda dijo que el cubano se había casado con la música y vivía
con ella en una intimidad llena de pianos y cascabeles. El poeta
mexicano Efraín Huerta, luego de llamarlo el artista más gracioso y
generoso del mundo, decía que el piano, para Bola, era otro yo, una
especie de prolongación, y el español Andrés Segovia expresó que
escucharlo era asistir al nacimiento conjunto de la palabra y la
música. Los aplausos y enaltecimientos se repiten y multiplican desde
Jacinto Benavente hasta Carlos Varela, que escribe en una de sus
melodías: «Y cuando cierran el Monseñor / dicen que pasa algo raro /
por las paredes se oye una voz / y tocan solas las teclas del piano».
Carpentier afirmaba: «Bola de Nieve nos pone a todos de acuerdo,
evidentemente». Palabras ciertas, pero exageraba, se le iba la mano
cuando añadía que tenía, por encima de eso, «el talento necesario para
ponerse de acuerdo con todos los públicos del mundo…». Porque razón
tenía Esther Borja al afirmar que «con Bola de Nieve el público se
comportaba en los extremos opuestos: o lo amaba entrañablemente o no
lo soportaba».
No de otra forma se explica el anuncio que se dio a conocer en la
prensa habanera de 1935 y en el que se echaba a volar la falsa noticia
de que Bola no demoraría en aparecer en el escenario pornográfico del
teatro Shanghai. Decía: «El empresario del Shanghai se ha interesado
vivamente por el “solicitado” actor, cantante, imitador y disseur
esperando verlo actuar dentro de breves días en el elegante teatro de
la calle Zanja. ¡Felicidades, Bola!».
Esos extremos opuestos de admiración y rechazo trajeron lamentables
consecuencias en su quehacer discográfico. Solo grabó 93 piezas en
casi 40 años de trabajo, afirma el musicógrafo Gaspar Marrero.
Viajó intensamente a partir de 1933. Actuó en EE.UU. con Pedro Vargas
y Rita Montaner y, ya en La Habana, tocó con Lecuona a dos pianos en
los teatros Campoamor y Principal de la Comedia. En 1936 está en
Argentina con Esther Borja y Ernestina Lecuona y participa en el filme
Adiós, Buenos Aires. Hace giras por Chile y Perú y vuelve a arrasar en
la capital argentina. Con Conchita Piquer, en España, en 1947. Viaja
nuevamente a EE.UU. y canta junto a Paul Robeson y Lena Horne y
también junto a Libertad Lamarque. Se presenta en un concierto de
música cubana que se ofrece en el Carnegie Hall de Nueva York y la
crítica lo compara con Chevalier y Nat King Cole. Ese día, 21 de
noviembre de 1948, recibe la emoción más grande de su vida cuando el
público que colmó el Carnegie Hall para verlo le tributó una ovación
cerrada sin haber cantado y lo hizo salir nueve veces a escena luego
de haberlo hecho.
Mantiene el Gran show de Bola de Nieve en CMQ Radio y hace TV. Está en
el cabaret Montmartre junto a Rita Montaner y Sonia Calero. Viaja
intensamente por Francia, Dinamarca e Italia. En 1956, luego de actuar
en el Salón de las Américas de la Unión Panamericana de Washington, la
prensa norteamericana lo califica como un maestro de la canción
cubana. Triunfa la Revolución y se presenta en escenarios de
Checoslovaquia, Unión Soviética y China y forma parte de la delegación
cubana a la expo internacional de Montreal, Canadá, en 1967.
Aquí en La Habana, su espacio preferido es el restaurante Monseñor, de
21 y O, en el Vedado. Pero hace recitales frecuentes en el Museo
Napoleónico y, siempre a las 12 de la noche, se presenta en conciertos
en el Auditórium Amadeo Roldán, donde, creo recordar, dirige una vez
una Orquesta Sinfónica del Chachachá, creada para la ocasión, o se
hace acompañar por esta.
Escribió piezas como Arroyito de mi casa, ¡Ay, amor!, Mamá Perfecta,
No dejes que te olvide… Nunca, sin embargo, se consideró un
compositor. El misterio de su arte, dice Barnet, reside en que cada
canción que él escogía estaba relacionada con un capítulo de su vida.
Nadie como él para expresar el sentimiento amoroso en la canción.
Nadie como él para recrear hasta lo más simple y vulgar. Arroyito de
mi casa fue escrito al murmullo de un arroyo pestilente que pasaba por
el fondo de su vivienda, en la calle División, y que para él tenía
evocaciones poéticas.
A un periodista, que le pidió que se definiera, le dijo que era «un
negro en flor». Y a otro se le presentó «como un hombre triste que
siempre está alegre». A mí, cuando lo entrevisté en 1970, me dijo que
le había dado por creerse un neoclásico de la canción popular. De
cualquier forma, un personaje singular, universal dentro de su genuina
cubanía, cubano dentro de su universalidad.
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Ciro Bianchi Ross
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