Un cohetazo descomunal
Ciro Bianchi Ross
Era el 1 de enero de 1899; una mañana de domingo Era clara y luminosa
la mañana del domingo.1 de enero de 1899. A las doce meridiano,
después de cuatrocientos años, cesó la soberanía de España en Cuba, y
Estados Unidos asumió el control de la Isla. Al compás de los
cañonazos protocolares de rigor se arrió el pabellón español, y la
bandera de las barras y las estrellas se izó en su lugar. El capitán
general Adolfo Jiménez Castellanos, el gran perdedor, frente a Máximo
Gómez, de las batallas de Saratoga (9-11 de junio de 1896) y Lugones
(4 de noviembre del mismo año) a nombre de Alfonso XIII, el rey niño,
y de María Cristina, la reina regente, entregaba el mando al mayor
general John R. Brooke, que lo recibía en representación del
presidente norteamericano. Cambio de banderas y de figuras que no
significó la independencia.
Solo seis altos oficiales del Ejército Libertador fueron invitados a
participar de la ceremonia, que tuvo lugar en el Salón del Trono del
Palacio de los Capitanes Generales. Fuera, soldados norteamericanos
que tomaron posición en la Plaza de Armas, cerraban el paso a los
cubanos que querían acceder a ella desde Obispo, O’Reilly y otras
calles aledañas. Concluido el acto y mientras el jefe español
abandonaba el recinto, se dejaron escuchar los cañonazos con que los
norteamericanos saludaban el ascenso de su bandera en el Morro. Dos
bandas de música se hallaban en la Plaza. Una interpretó la Marcha
Real española; la otra, el himno de Estados Unidos. El pueblo,
contenido en las boca-calles inmediatas, gritó al oírlos: «¡Viva Cuba
Libre!». Sostenida por medio de dos heliógrafos, una bandera cubana
flotaba en el espacio a una altura inmensa.
Nunca ha podido saberse quién echó a volar aquella bandera. Por
fortuna se conocen los nombres de los dos hermanos, vecinos de la
calle O Reilly, que el día en cuestión, para manifestar su amor a la
patria y su protesta ante la injerencia norteamericana, hicieron
explotar un volador que estremeció La Habana. Por su potencia,
aludían a aquel artefacto como el «volador padre» o «el padre de los
voladores», y su intrepidez les costó la vida.
EN UN CAMPO YERMO
Álvaro de la Iglesia, en una de sus Tradiciones cubanas refiere la
historia de Santiago y Arturo Quiñones que «hermanos por la sangre, lo
fueron a tal extremo por el afecto, por la compenetración, por las
afinidades, por los gustos, que, por no estar una sola vez en
desacuerdo, se murieron casi juntos».
Santiago tenía vocación para la pintura; el otro, para la música,
ambos con grandes facultades artísticas y elevadas aspiraciones, pero
vivieron oscuramente, incapaces de sobresalir en un medio en que la
audacia y la ineptitud alcanzan hermosos triunfos. Globos sin gas
porque les faltó una voluntad equivalente a su genio para elevarse,
dice De la Iglesia y les llama «luchadores sin gloria en un campo
yermo, sin espectadores que los animaran y sin mano cariñosa que
restaurara sus heridas».
El apartamento que ocupaban en la calle O Reilly lo componían dos
habitaciones amplias. La de Santiago, llena de pinturas sin terminar
puesto que su especialidad era la de comenzarlo todo y no terminar
nada. No faltaban allí un fonógrafo, una bicicleta, cámaras
fotográficas, escopetas, avíos de pesca…
En la suya, Arturo conservaba un valioso archivo de música, violines
en su caja o en su funda y también sin caja ni funda, instrumentos muy
costosos que rara vez hacía sonar.
Junto al archivo había un gran cofre y encima, el reverbero para el
café. Allí se sentaba Álvaro de la Iglesia en sus frecuentes visitas
porque en la casa de los Quiñones, llena de objetos superfluos,
faltaban algunos indispensables como las sillas. El cronista estuvo
utilizando el baúl como asiento hasta que Santiago y Arturo,
sonrientes, le informaron que contenía explosivos suficientes para
volar la casa. En efecto, había allí dinamita, clorato, fulminante…
«el infierno, un volcán que el mejor día provocaba una catástrofe»,
precisa De la Iglesia y agrega: «Desde entonces fueron más raras y más
cortas, mis visitas a los hermanos Quiñones».
El Tratado de París, suscrito por Estados Unidos y España sin la
presencia de Cuba, fijó el día 1 de enero de 1899 como el del fin de
la soberanía española en la Isla. Los hermanos quisieron marcar la
fecha de un modo excepcional con la elevación de un volador monstruo,
como nunca había surcado el espacio y como nunca se había escuchado.
Ambos hermanos se enfrascaron en largas discusiones y cálculos agobiadores.
UN TRUENO DE UNA LIBRA
El tubo del volador monstruo lo conformaron tres tubos de fonógrafo
unidos con una cola especial y entizados con largas tiras de alambre
de cobre que los convertía en un verdadero cañón. El trueno, es decir,
la bomba, pesaba no menos de una libra, y Arturo la envolvió primero
con cordel y luego con alambre hasta que alcanzó el tamaño de un coco
de agua.
Escribe De la Iglesia: «Debe suponer el lector curioso, que de saber
los amigos de Santiago y Arturo de lo que se trataba, nos hubiera
librado muy mucho de aportar por allí; pero ni siquiera por la calle
de O Reilly. A favor de nuestra completa ignorancia, Arturo nos
recibía muy a menudo envolviendo alambre en su pelota diabólica, sin
ocurrírsele, tal vez en su ensimismamiento y su gozo interior… que
podíamos volar todos, al menor descuido y volar asimismo la casa en
que nos encontrábamos».
Ahora, ¿Qué güin correspondía a tan descomunal cohete? Responde
Álvaro de la Iglesia: «El problema fue victoriosamente resuelto
sustrayendo el deshollinador de la dueña de la casa. Ciertamente, el
mango era digno de la descomunal herramienta…»
Solo quedaba pendiente un problema y era el más grave. ¿Quién le
pegaba fuego al cohete?
Los hermanos Quiñones se querían entrañablemente. Aseguran los que
los conocieron que nunca vieron dos corazones de mayor fidelidad y más
grande abnegación ante el cariño. Jamás se separaban y al morir
Santiago, no fue mucho el tiempo que Arturo lo sobrevivió.
Llegó al fin el día esperado. Desde la mañana de aquel 1 de enero de
1899, los Quiñones hicieron los preparativos necesarios para el acto
solemne que tantas jornadas de vigilia le había costado.
En la pared de la casa que pegaba con la suya, algo más alta que la
propia, fijaron dos grandes cáncamos en línea oblicua. Entre ellos
debía entrar el volador y salir de entre ellos como un rayo para
cruzar el espacio o volar el edificio. A las doce sonó el primero de
los cañonazos en saludo a la bandera española, que se arriaba, y uno
tras otro, contaron los Quiñones, los veintiún estampidos de la salva.
Llegaba ahora el momento de hacer la suya. El padre de los voladores
estaba en su puesto, amenazador, misterioso, como un enigma que va a
tener solución inmediata. Del fenomenal canuto pendía la mecha de unos
veintitantos centímetros de largo.
Santiago quiso darle fuego. Arturo se opuso y lo mandó a salir del
área y a encerrarse en su habitación. Todo fue en vano porque si
Arturo prendió la mecha, Santiago se quedó allí arrodillado a sus pies
para morir a su lado, si así lo quería el destino.
Fue un momento solemne. Más que solemne, trágico, dice Álvaro de la Iglesia.
Añade:
«De pronto se escuchó como el escape del vapor de un trasatlántico…
Los Quiñones estaban abrazados y echados en el suelo y sobre ellos
resoplaba como un enorme cetáceo el padre de los voladores. Tembló la
pared, saltaron los cáncamos y el monstruoso cohete salió despedido
como un rayo, llevándose el deshollinador del ama de casa que en vano
lo buscó desde entonces, bien ajena al destino que le habían asignado
sus huéspedes.
A los pocos segundos una formidable explosión retumbaba en los aires
haciendo suponer al vecindario que había reventado uno de los cañones
de la escuadra norteamericana, si es que no hubiera sido algo peor.
Así, según Álvaro de la Iglesia, celebraron los hermanos Quiñones, el
primero de enero de 1899.