domingo, 25 de marzo de 2012

ATENTADO A MACEO

Atentado a Maceo
Ciro Bianchi Ross • 24 de Marzo del 2012 19:28:08 CDT


Un sujeto de apellido Chapestro dispara sin hacer blanco contra
Enrique Loynaz del Castillo y enseguida el comerciante español Isidro
Incera hiere de gravedad en la espalda al general Antonio Maceo, y, en
un hombro, a Alberto Boix, uno de los cubanos que lo acompaña, hasta
que Loynaz pone fuera de combate al agresor. Le cuela un tiro en la
frente y, ya en el suelo, lo remata con otro disparo también en la
cabeza. Se da a la fuga el grupo de españoles que, alentados por el
encargado de negocios de España en San José de Costa Rica, quiso cazar
al Titán a la salida del teatro Variedades, de la capital
costarricense. Loynaz y José Boix, también armado, persiguen a los
matones y con ellos corre asimismo el hermano más joven de Loynaz, de
apenas 15 años, que convierte en proyectiles certeros las piedras que
lleva en los bolsillos.

Queda Maceo tendido en el suelo, con el chaqué negro empapado en
sangre. Lo recogen sus compañeros y el doctor Uribe Restrepo, su fiel
amigo colombiano, vela junto a él toda la noche. Se impone una
intervención quirúrgica para extraer el plomo incrustado en la carne,
cerca de la columna vertebral, y el guerrero, que sigue los
preparativos del acto quirúrgico desde la cama, ruega al médico que no
lo pique, que le deje esa bala dentro, junto con las otras que trae
desde la manigua.

José Martí, a la sazón en Nueva York, donde preparaba el frustrado
Plan de La Fernandina y estaba a punto de dar la orden de la
insurrección, aplazada luego, condena el atentado y fustiga a sus
autores. Escribe en Patria: «La puñalada infame no hiere la
revolución, hiere el honor de los que pretenden sofocar, por el crimen
inicuo, la aspiración de un pueblo», mientras que el general José
Maceo, al pie del lecho del herido, dice, enfurecido: «Si mi hermano
no sale vivo de esta, no dejo un español con cabeza en Costa Rica».

La donación reciente al patrimonio cubano del revólver que el general
Antonio entregara a las autoridades costarricenses luego del atentado
que sufriera en San José, en la noche del 10 de noviembre de 1894,
llevó a este escribidor a repasar ese suceso tal como lo cuentan el
general Enrique Loynaz del Castillo, protagonista del incidente, en su
libro Memorias de la guerra, publicado por primera vez en 1989, y el
narrador Raúl Aparicio en su Hombradía de Antonio Maceo, biografía del
Titán con la que obtuviera, en 1966, premio de la Unión de Escritores
y Artistas de Cuba.

Así fueron los hechos.

Antecedentes
Quiere Maceo conseguir a Loynaz un puesto de tenedor de libros en San
José cuando un incidente inesperado le facilita un empleo mucho mejor.
Alguien quiso atentar, durante una revista militar, contra la vida de
Rafael Iglesias, el presidente costarricense, y el mandatario evitó
que el agresor fuera linchado por la multitud. Loynaz alude a ese
suceso en un artículo y Máximo Fernández, dirigente del Partido
Liberal, le ofrece la dirección de su periódico La Prensa Libre.

La colonia española en San José no ve el nombramiento con buenos ojos
y, en venganza, empieza a retirar sus anuncios del diario. Presenta el
cubano entonces su renuncia, pero el propietario del periódico se
niega a aceptarla porque, dice, la publicación se sustenta en un plano
mucho más alto que el de los anuncios y defiende ideas, aunque pierda
dinero. A la postre, lejos de perderse dinero, se incrementan las
entradas gracias a la publicidad procurada por cubanos y al aumento de
las tiradas.

Loynaz, mientras tanto, no olvida los problemas de su patria y, tal
como prometiera a Martí, impulsa la recaudación de dinero para la
guerra con la creación de un club patriótico que lleva el nombre de
Maceo y, con el mismo propósito, de una sociedad de señoras que
preside la esposa del Titán.

Llega Martí a Costa Rica y se inflama el ánimo patriótico. Lo arropan
Antonio y José Maceo, Flor Crombet, Agustín Cebreco, Silverio Sánchez…
Convoca, junta voluntades. Bajo su influjo, patriotas que habían
dejado de hablarse, se saludan de nuevo, conversan y reanudan la
amistad. Solo en una noche un puñado de cubanos entrega al Apóstol 5
000 pesos para la causa de la independencia.

Conversan mucho Martí y Maceo en una habitación que, para evitar oídos
indiscretos, custodian Loynaz y Panchito Gómez Toro. Explica el
Delegado del Partido Revolucionario Cubano el plan de guerra, aprobado
ya por Máximo Gómez. Maceo lo acepta y cuenta a Martí las impresiones
de su reciente viaje secreto a Cuba y de las tareas de sus agentes en
el oriente de la Isla. Habla además de sus propósitos con el
ecuatoriano Eloy Alfaro: sueñan ambos que podrán levantar a la vez la
guerra en Cuba y la revolución en Ecuador. «Contaré con un crecido
contingente de nicaragüenses, colombianos… para reforzar mis cuadros»,
dice, pero Martí debe quitarle la idea de la cabeza. Lo hace con sumo
tacto, escogiendo cada una de sus palabras, pues sabe a Maceo
«engolosinado» con el empeño. Le dice: «Ni la premura ni la prudencia
ni un cálculo racional de probabilidades ni los costos y lances de la
preparación de tan dudosa empresa, permiten proyecto semejante».

El 7 u 8 de noviembre de 1894, días después de la salida de Martí y
Panchito de Costa Rica, publica Loynaz en La Prensa Libre el artículo
titulado Bandolerismo en Cuba, que exacerba a la colonia española. Un
periódico panameño le sale al paso a Loynaz y asegura que son los
cubanos los verdaderos bandoleros, sin capacidad moral alguna para
regir los destinos de su patria. La legación española hace reproducir
en diarios de San José los párrafos más virulentos de la respuesta y
vuelve Loynaz a salir a la palestra para decir que los bandoleros
están incrustados en el aparataje colonial vigente en la Isla. Siguen
días de agitación febril entre cubanos y españoles.

¡A Maceo! ¡Tiradle a Maceo!
El 10 de noviembre Eduardo Pochet, un anciano respetable y digno de
todo crédito, visita a Loynaz para decirle que su vida y la de Maceo
están en peligro. Ese mismo día, en la legación española, el encargado
de negocios dijo a un grupo de sus compatriotas que todavía estaban
sin castigo las opiniones de Loynaz sobre el bandolerismo en Cuba. Uno
de los presentes, el comerciante Isidro Incera se ofrece para
apalearlo y el diplomático comenta que no era castigo tan pobre el que
merecía el atrevido periodista, sino la muerte. Incera se ofrece
entonces para matar a Maceo, y un tal Chapestro dice que quitará del
medio a Loynaz. El doble asesinato se planifica para esa misma noche.
Maceo tiene un palco en el teatro Variedades donde la compañía cubana
de Paulino Delgado presentará el drama El maestro de fragua, de Ohnet.
Lo acompañaría presumiblemente Loynaz del Castillo.

Loynaz en efecto acude al teatro, seguido por su hermano Ubaldo, que
llena de piedras sus bolsillos. Enterados de lo que se planifica, se
dan cita en el coliseo otros cubanos. Algunos de ellos, como Loynaz y
José Boix, están armados, mientras que otros solo cuentan con sus
bastones para defender al General. El coronel Adolfo Peña, se suma,
armado, al grupo. No ha nacido en Cuba, sino en Colombia y está allí
no porque le guste el teatro, sino para llegado el caso proteger a
Maceo, ya que, asegura, «los cubanos no están solos donde hay un
colombiano». Antes, Loynaz había rogado a Maceo que desistiera de su
visita al teatro. Ni modo.

La puesta en escena transcurre sin novedad, pese al nutrido grupo de
españoles que llena la sala. Al finalizar la obra, Loynaz y Maceo
abandonan el local. Los siguen los cubanos. Ya en la Avenida Central
unos 50 españoles cierran el paso a Maceo y sus acompañantes.
Chapestro pide a Loynaz un aparte y pese a asegurar que no va armado
dispara sobre él, chamuscándole el abrigo. Reclama el Titán, a gritos,
la presencia de la policía, y enseguida se oyen voces que piden que
los tiradores hagan blanco en el cuerpo de Maceo. Se escinden los
bandos. De un lado disparan los españoles; del otro, el colombiano
Peña y los cubanos Loynaz y José Boix. Cae Maceo, Loynaz fulmina a su
agresor y los españoles que, perseguidos por los cubanos, huyen sin
orden alguno, son detenidos por la policía. Loynaz y Boix vuelven de
prisa sobre sus pasos para evitar que las autoridades les echen el
guante. Retroceden hasta la esquina donde se desplomó el Titán, pero
ya no hay nadie allí. Permanecerán dos horas escondidos en un parque y
luego en la panadería de Boix.

Teme Loynaz verse acusado de asesinato y piensa escapar a Nicaragua.
Maceo, sin embargo, le pide que se presente ante un juez y declare que
ningún cubano iba armado aquella noche y que los españoles, en su
confusión, terminaron agrediéndose entre ellos mismos, con el
resultado de la muerte de persona tan estimable como el señor Incera y
las heridas graves causadas a Maceo y a Alberto Boix. Loynaz queda en
libertad, mientras que el tribunal dispone que permanezcan en prisión
preventiva los españoles detenidos.

Presiona la colonia española. Nuevos testigos aseguran haber visto a
Loynaz balear a Incera. Esta vez nadie lo salva de la cárcel. Lo
tratan con la consideración mayor. Jura ante el tribunal que no
escapará y va al presidio sin otra custodia que la de su palabra. Su
hermano Ubaldo no demora en quedar en libertad. Ningún otro cubano es
detenido ni acusado por los sucesos de la noche del 10 de noviembre.

En definitiva, Enrique Loynaz del Castillo pasará solo cinco días en
la cárcel. Iglesias, el presidente tico, da pruebas de su devoción por
la causa de la independencia cubana y de su amistad con Maceo: expulsa
al diplomático español y sustrae a Loynaz de la acción judicial. Lo
pone en un barco con destino a Nueva Orleans. Una mañana, una compañía
de infantes mandada por el capitán Elizardo Maceo, hijo del general
José, lo saca de su celda para escoltarlo en tren hacia Puerto Limón.
Antes, se le permite despedirse del general Antonio. Le reitera el
Titán el encargo —que Loynaz promete obedecer— de no divulgar lo
realmente sucedido, al menos mientras Iglesias sea el presidente de
Costa Rica, y de no avivar con expresión alguna las disensiones de la
colonia española.

En la estación lo esperan su madre y el hermano Ubaldo. Hay también
muchísimos colombianos y no pocos costarricenses. Está además la
esposa del general Maceo con sus amigas. Todos dan vivas a Cuba
mientras el tren se pone en movimiento, y Loynaz da vivas a Costa Rica
desde la ventanilla del vagón que ocupa. Máximo Fernández, el
propietario de La Prensa Libre, lo acompaña durante un buen trecho y
hasta el final del viaje están con él, entre otros, Flor Crombet y
José Maceo.

Ya en Puerto Limón le piden que se presente en las oficinas de una
compañía comercial. Hay allí, a su favor, un giro de mil pesos que
remite Máximo Fernández. Pide Loynaz pluma y papel y escribe a su
benefactor. Dice que su gratitud es tan grande como la generosidad de
su amigo, pero no puede aceptarle el dinero. «Déjeme decirle de
corazón: ¡Gracias!, y devolverle este giro, pero mi agradecimiento
acompañará a usted toda mi vida».

Flor Crombet lee lo escrito por Loynaz del Castillo; le dice que ha
honrado a Cuba y lo abraza emocionado.







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Ciro Bianchi Ross
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